miércoles, 17 de septiembre de 2008

Adaptándose a la Urbe

La primera semana en la floristería fue un tiempo inolvidable para Marikita. No dejó de aprender ni un solo segundo; de flores, de dinero, de clientes. Flor le había puesto un gracioso delantal que, como no, era un precioso ramillete de flores silvestres y primaverales y en el centro aparecían dos simpáticas abejas comentando lo dura que podía llegar a ser la tentación cuando uno estaba casado. Marikita necesitó la ayuda de flor para entenderlo, pero rió mucho cuando lo comprendió y además aprendió una cosa nueva. La fidelidad era un principio que cualquier humano debía cumplir por encima de todas las cosas. Por más curioso que le parecía, resultaba que la fidelidad debía darse en una relación amorosa, ya sea antes o después del matrimonio; aunque parece ser que es mucho más importante mientras son solo novios. Debe haber fidelidad al trabajo que uno tiene o la empresa para la que trabaja y jamás debe traicionarla; fidelidad a la familia, a los amigos, a la moda, al seguro de vida y al del coche, a los bancos… Marikita dudaba que de este modo alguien pudiera ser fiel a sí mismo y por segunda vez sintió pena por sus semejantes.
El uso del dinero en la tienda ayudó a Marikita a dominar esta área y como Flor le decía, le sería más difícil ser engañada. Le enseñó a tener los ojos siempre bien abiertos y a no cometer ningún error cuando se trataba de dinero, porque al parecer la gente defendía con uñas su patrimonio, aunque éste solo fuesen unos céntimos de la vuelta de un clavel.
Le maravillaba ver siempre caras nuevas y hablar con todo el mundo y hasta les aconsejaba sobre qué flor debía llevarse cada uno según el acontecimiento; porque eso sí, en la Gran Urbe, las flores se reservaban solo para cuando había algo que celebrar: bodas, nacimientos, aniversarios, cumpleaños; incluso regalaban flores cuando alguien se operaba de algo grave y debía estar en el hospital unos días, o también si uno moría, seguramente porque si muere antes de operarse, la gente se queda con las flores compradas y se las regalan de todos modos. Marikita estaba de acuerdo en que las flores alegraban, pero de ahí a resucitar…
Por las noches, cuando ya habían cerrado, Marikita y Flor se sentaban en unos enormes butacones de mimbre que colocaban justo en medio del Jardín, con unos vasos de zumo de uvas en la mano y la vista al cielo, esperando ver aparecer la luna. Una vez asomaba por la cristalera, empezaban a comentar el día y Marikita le contaba lo que había aprendido, lo que le había resultado fácil y lo que le había costado realizar; y Flor le hablaba de cómo ella había empezado y de las mismas dificultades que había encontrado al principio y la tranquilizaba haciéndole ver que con los años se había convertido en toda una experta. Tal vez por el zumo de uvas, quizá solo fuese el cansancio o la empatía que se tenían, pero siempre acababan riendo a carcajadas incluso cuando ya habían olvidado por qué habían empezado.
Algunos días, a la hora de comer, Flor dejaba salir a Marikita a ver algún piso que había encontrado y aunque siempre volvía con la decepción en los ojos, Flor siempre le alentaba y la animaba a seguir buscando. Al fin y al cabo, la Gran Urbe era inmensa y seguramente casas a su gusto había a pares, pero si seguía abriendo el círculo jamás la encontraría cerca del parque como ella quería. El viernes tenía cita para visitar un apartamento que se encontraba a unos treinta minutos de la floristería y a casi cuarenta y cinco del parque. No era lo que esperaba ni lo que andaba buscando, pero Marikita ya estaba cansada de buscar una casa y encontrarla demasiado grande o demasiado pequeña, o demasiado cara o con una sola ventana. Antes de salir de la tienda Flor le regaló un guiño de ojos, al que Marikita respondió con una sonrisa cargada de decepciones, no tenía por qué ser distinto ese apartamento. Le aseguró que llegaría antes de que cerrara la tienda, no creía que tardara más de un par de horas en decidirse. Había quedado con el dueño en la puerta de un famoso restaurante que quedaba a un par de minutos del apartamento, así que tuvo que salir con tiempo de sobra para llegar a tiempo andando. Tenía por costumbre siempre salir con un poco de tiempo por si le surgía un inconveniente por el camino; no podría soportar que alguien hubiese estado esperando por ella, le parecía una falta de atención, delicadeza y consideración hacia la otra persona. A fin de cuentas nunca vio a una abeja esperando impaciente ante una flor cerrada a destiempo. Llegó unos minutos antes de la hora citada y los aprovechó para tomar aire, recomponerse y beber un poco de agua de la botella que siempre llevaba con ella. Justo encima de la puerta del restaurante había un enorme reloj de época que Marikita empezó a mirar con impaciencia cuando ya habían pasado diez minutos y el dueño no se había presentado. Respiró hondo y decidió pensar que seguramente el piso sería otro fracaso y que había sido mejor que no apareciera. Por respeto, decidió esperar cinco minutos más mientras pensaba en cómo se lo contaría a Flor y que seguramente por la noche reirían juntas del dueño que nunca apareció. Solo de pensarlo dejó escapar una risita que la reconfortó y decidió emprender de nuevo la vuelta, después de todo, el paseo le había venido muy bien. Le echó una última ojeada al reloj del restaurante y empezó a andar.
- ¡Señorita, señorita! Disculpe, soy el dueño del apartamento – un hombre de unos cuarenta y cinco años venía corriendo desde el otro extremo de la calle con el traje hecho un desastre, la camisa por fuera dejando entrever una barriga prominente y la corbata totalmente suelta, la chaqueta salida de los hombros y el maletín que traía en la mano daba bandazos en el aire al paso de sus zancadas. Tenía la cara desencajada y el pelo alborotado. Marikita al escuchar los gritos, solo pudo detenerse y darse la vuelta con asombro mientras observaba aquel cuadro. Definitivamente, estaba deseando contar esta versión a Flor.
- Hola señor, ¿se encuentra bien?
- Discúlpeme señorita, ha habido un imprevisto de última hora y he intentado localizarla pero cuando la llamé a su trabajo ya había salido para acá y tuve que venir a toda prisa. Justo esta mañana se rompió mi coche y he tenido que venir corriendo, lo siento señorita.
Marikita intentó quitarle hierro al asunto mientras intentaba no reírse, aunque por más que lo intentaba, ver a aquel hombre intentando arreglarse sin resultado visible alguno, era más de lo que ella pudiera soportar. Presenciando las hazañas de este personaje, solo se le ocurrió pensar que había valido la pena esperar.
- Verá señorita, hubo un malentendido al darle la dirección del apartamento. El que quiero enseñarle no está en esta calle.
“Vaya, es lo que me faltaba”, pensó Marikita. Pero procuró no perder la sonrisa y el gesto de atención hasta que hubiese acabado de hablar. A veces le pasaba que presuponía lo que los animalitos o las flores del Jardín-Hogar le dirían y se ganaba enfados y decepciones sin motivo alguno. Había aprendido a escuchar.
- Si me acompaña, la llevaré hasta el apartamento. Le gustará, está muy cerca del parque. Creo recordar que era eso lo que buscaba – la invitó a caminar a su lado y comenzaron a deshacer el camino juntos en dirección a parque. Se dirigían sin prisa alguna, paseando como si fueran amigos de toda la vida. Claro que el paso lo marcaba el recién llegado, que todavía trataba de recuperar el aliento. - En ese piso trabajaba mi mujer, lo utilizaba de oficina, siempre se traía el trabajo a casa y decidió comprarlo porque en casa le distraían muchas cosas, pero nos vamos de la ciudad. La han trasladado a unas nuevas oficinas. Ella es agente de seguros y la han ascendido a coordinadora y gerente de grupos. Conocerla es lo mejor que me ha pasado en la vida, si no fuese por ella habría perdido hasta mi propia cabeza.
Marikita le sonrió, sabía exactamente a lo que se refería. Las leyes de la naturaleza nunca se equivocaban; ella misma complementaba todas las carencias o dificultades que pudiera presentar cualquier ser vivo y probablemente, aquel hombre y su mujer encajaban como las piezas de un puzzle.
Durante todo el camino, el hombre le habló de su mujer, del trabajo de su mujer, de lo que mejor cocinaba su mujer, de cómo conoció a su mujer y todo cuanto Marikita hubiese deseado saber de la mujer del dueño del piso que se disponía a ver, sin necesidad de preguntarle nada. Le agradaban las personas así, conversadoras, sociables, amables; incluso le divertía su torpeza innata, porque le hacía transparente y sincero y, sobre todo, humano. Se dio cuenta que en ningún momento intentó adornarle el apartamento más de lo que debía, ni intentó venderle algo que no existía, como había hecho el resto de los caseros que había conocido. A decir verdad, apenas le habló del apartamento a no ser que necesitara explicarle el lugar exacto donde estaba la mesa de trabajo de su mujer o los distintos rincones a los que su mujer había cambiado la impresora en distintas ocasiones. Marikita agradeció aquel gesto, pues aquellas mentiras le habían provocado muchas decepciones innecesarias en días anteriores. No alcanzaba a entender aquella obsesión de sus semejantes por engalanar sus vidas y todo cuánto las rodeaba; aquel vano intento no pretendía más que ocultar sus verdades más profundas, solo por temor a ser rechazados por ellas. Lo único que posee un ser humano son sus ideas, sus motivaciones, todo cuanto ha creado cada uno a partir de sus convicciones e ideales y nada de esto puede ser mediocre, porque proviene de un ser único y especial, porque sus propias ideas le hacen perfecto y superior.
Después de un rato, el agradable señor se detuvo y se giró hacia ella. La hizo seguir con la vista la dirección que apuntaba con el brazo.
- Mira, es el que tiene dos balcones. ¿Lo ves?
Marikita no daba crédito a lo que veían sus ojos, no podía ser. Al menos desde su posición era enorme y se veía precioso. Estaba en un edificio antiguo pero muy cuidado, de tres plantas y con portero incluido. Además, los seis apartamentos que tenía eran todos diferentes unos de los otros, a cual más original. Pero sin lugar a dudas, el suyo parecía ser el más grande y espacioso. Como no conseguía salir de su asombro ni de sus cavilaciones, el dueño la empujó con delicadeza al interior del edificio. Cuando la puerta del piso se abrió, lo que la recibió la dejó estupefacta. Como si miles de fotógrafos quisieran inmortalizar aquel momento, un aluvión de flashes venidos desde todas las partes del piso la atacaron y tuvo que cerrar los ojos rápidamente hasta acostumbrarse a la luz. Cuando se adaptó pudo ver que las cámaras fotográficas no eran más que unos enormes ventanales que cubrían por completo todas las paredes de la estancia y los flashes, la puesta de sol más bella que había visto desde que salió de su Hogar y en primera fila. Le encantó la idea de ser cada tarde la invitada de honor a tal espectáculo natural. Era como si todo le diera la bienvenida a su nuevo hogar y la propia la naturaleza le diera la aprobación a aquella decisión. Paseó con los brazos abiertos por toda la estancia, dejándose llenar de todo lo que le transmitía aquel lugar. Cuanto más lo sentía, más le gustaba y decidió que sería suyo. Cuando calculó la cantidad de flores con las que podría llenar cada rincón y la cantidad de pajarillos que podrían asomarse por aquellos ventanales, no pudo imaginarse un solo día de su vida fuera de aquel lugar.
- Es… es perfecto señor. ¿Cómo puede existir un rincón como éste en la tierra? Es el hogar más acogedor que he visto jamás – y tal como le había enseñado Flor, se puso seria, frunció el ceño y lo miró a los ojos –. Pues bien, hablemos de dinero – debía ensayar más, aquel gesto se le notaba forzado.
- Verá señorita, como ya le he explicado nos vamos de la ciudad y la verdad es que nos corre un poco de prisa vender todas nuestras propiedades aquí, porque debemos instalarnos cuanto antes en nuestra nueva casa. Y parece ser que este piso se nos ha hecho un poco de rogar, creo que la estaba esperando a usted. Este mismo fin de semana debemos venderlo, pues mi mujer empieza a ocupar su nuevo puesto el mismo lunes. Comprenderá la urgencia. Así que hemos decidido venderlo al menor precio posible, no podemos darnos más tiempo. Aunque la venta sea a plazos debemos trasladar las escrituras a un nuevo dueño.
Hablaron por más de una hora, hasta que consiguieron llegar a un acuerdo favorecedor para ambos.
A última hora de la tarde, Marikita recibía en mano las llaves de su nueva casa. Acordaron llamarse para cualquier inconveniente. El dueño, o ex dueño, vendría la próxima semana para terminar de traspasar las escrituras de propiedad a Marikita.
Una vez que se marchó, la niña se quedó unos minutos más dentro del piso asimilando y meditando todos los acontecimientos del día. ¡Flor! Debía estar preocupada por ella, había olvidado por completo la tienda. Salió del piso y echó a correr hacia la floristería, estaba deseando contarle todo lo ocurrido a su amiga. Al llegar la puerta estaba cerrada, pero tocó y la empujó segura de que Flor seguiría en la tienda. Asomó la cabeza y la vio recostada en el butacón, con el vaso de zumo en la mano y mirando al cielo. Flor, al verla se enderezó y con una sonrisa experimentada la invitó a sentarse en el otro butacón con un ademán cariñoso. Marikita entró y cerró la puerta tras de sí, se quedó quieta junto a la entrada mirando fijamente a Flor. La mujer se inquietó, temiéndose otra decepción. Entonces el rostro de Marikita empezó a iluminarse y dejó asomar poco a poco una sonrisa que al cabo
de unos segundos irradiaba luz propia. Flor respiró con alivió, sabía lo único que podía significar aquel brillo en sus ojos.

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