miércoles, 17 de septiembre de 2008

Compartiendo Un Sueño

El día esperado llegó a la mañana siguiente. A primera hora, mientras Marikita y Flor aún estaban limpiando y regando las flores, la puerta se abrió y apareció él. La sorpresa se dibujó en sus rostros y las palabras sobraron. Durante unos segundos, mientras el chico se recomponía de aquel aluvión aromático, mantuvieron silencio.
- Buenos días.
- Buenos días muchachito. Te esperábamos desde hacía varios días. Has tenido suerte, precisamente terminé tu ramo anoche.
- ¿De verdad? Pensé que ya estría más que estropeado, lo siento de veras. Pero tengo una buena explicación.
Flor le sonrió y fue a buscar el ramo a toda prisa. De nuevo Marikita se había quedado muda, aquel brillo estaba de nuevo en la mirada del chico. ¡Cuánto se identificaba con él! Lo observaba embelesada, con la regadera en la mano y sin poder apartar la vista de él.
El joven, intimidado por el silencio y los ojos de Marikita sobre él, se distrajo paseando por la tienda y oliendo algunas flores.
- ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?
La pregunta la cogió por sorpresa y volvió bruscamente a la realidad.
- Sí, pues… no, en realidad no. Llevo algunos meses, desde que llegué a la Gran Urbe, prácticamente.
- ¿Ah si? ¿De dónde eres?
- Pues vengo del Jar…
- Ya estoy aquí. Ten, tu ramo. ¿Te gusta?
Flor apareció en la tienda y la conversación quedó suspendida en el aire, absorbida por el torrente de luz y color que Flor traía entre sus brazos. El chico abrió los ojos y su cara se iluminó, no cabía más emoción en su rostro. Cogió el ramo de las manos de Flor casi con respeto, estaba realmente maravillado.
- Es… es… - titubeó sumido entre la angustia y éxtasis -. Nunca había visto nada igual. Hundió su cara entre las flores y miró a Flor con lágrimas en los ojos. - No sé cómo lo has hecho, pero lo has conseguido. Huele a mi casa, a mi infancia, puedo ver a mi madre como si estuviera aquí ahora mismo solo con oler estas flores. No sé cómo voy a agradecerte esto.
- No hay nada que agradecer, solo con ver tu cara me considero recompensada. Debería agradecértelo a ti.
El chico de las flores estaba como un niño pequeño de contento, se le veía feliz y sonreía abiertamente. Flor lo miraba complacida, satisfecha con su trabajo, emocionada tratando de aguantar las lágrimas. Y Marikita cada vez se encontraba más perdida en la mirada de su alma gemela, absorbiendo cada sentimiento que desprendía él.
- Me alegra que te guste, por cosas como éstas amo tanto las flores. Son capaces de transmitir tanto en tanta sencillez. Dime, ¿cómo te llamas?
- Sí, qué despistado. Aún no me había presentado. Mi nombre es Valentín – y mostró una sonrisa congelante.
- Qué nombre tan bonito. Como ya sabes yo soy Flor, y ella es Marikita. Adora las flores tanto como yo. También creció rodeada de ellas, como tú, y las considera casi como parte de su familia. Es realmente agradable trabajar con alguien tan dulce como ella.
- Encantado de conocerlas. Espero que no parezca atrevido, pero realmente estoy muy agradecido por este detalle y me gustaría invitarlas a comer o a cenar. Acepten aunque sea un batido en el parque.
Flor rió agradecida y mostró su acuerdo, le parecía una buenísima idea. Daría tiempo a Marikita para recuperarse y poder articular alguna palabra. Valentín debía irse y antes de que saliera a toda prisa de la floristería con el enorme ramo en sus brazos, acordaron verse esa misma tarde en el parque.
- ¿Te encuentras bien? No has dicho ni una palabra, pensé que tenías muchas ganas de volver a verlo.
- Sí Flor y me alegra mucho haberlo visto de nuevo y que le hayan gustado las flores, pero es que… Ese chico, Valentín, me recuerda tanto a mí cuando vine al Hogar de Flor por primera vez. Y cuando huele las flores, ese brillo en los ojos lo reconozco. Es extraño, me siento identificada con él.
- Te entiendo, yo también siento eso que describes. Realmente Valentín es una persona muy especial. De momento tendremos la suerte de conocer algo más sobre él esta misma tarde.
- Si, pero una de nosotras tendrá que quedarse en la tienda.
- De eso nada. A las cinco y media, cerramos y no vamos para el parque. Ninguna puede perderse esta cita.
De camino al parque, a Marikita se la comían los nervios. Estaba fuera de sí con la idea de ver a Valentín fuera de la tienda. Y la tarde no decepcionó. Cuando llegaron a la terraza del parque, Valentín las esperaba puntual. Tomaron zumos de frutas y hablaron y rieron. Las flores adornaron una conversación agradable, en la que Marikita, más tranquila había conversado relajada con Valentín. Flor los observaba segura de lo que estaba naciendo entre los jóvenes. Les unía aquel modo de ver la vida, con tranquilidad y sencillez, viviendo cada instante y disfrutando cada segundo y respetando a cada ser vivo con un amor incondicional. Se notaba que se entendían, sabían lo que quería decir el otro incluso antes de que abriera la boca para contarlo. Realmente Marikita podía decir que había encontrado a su alma gemela; aunque en un principio se lo tomaran a broma, aquel chico era muy parecido a ella y aquel amor y dedicación por las flores era asombrosa.
Valentín se había criado en una casita en el campo, rodeado de animales de granja y el hermoso jardín que se encargaba de cuidar su madre. Durante su infancia, solo podía jugar con los animales dentro del establo, pero cuando ya se hizo un hombrecito los sacaba él mismo a pastar por el valle.
Vivía con su hermano y sus padres y los cuatro mantenían una relación excelente; se querían con locura y les encantaba vivir en aquel lugar. Muchas tardes, Valentín y su hermano pequeño se escapaban hasta una zona poblada de árboles y jugaban allí. Les encantaba subirse a las ramas de los árboles y quedar colgados de ellas; también les gustaba saltar de rama en rama y hacer carreras. Cuando caían rendidos sobre el suelo cubierto de cortezas y hojas secas, se tumbaban y miraban las nubes y aprovechaban esos momentos de tranquilidad para hablar de sus cosas.
Recordaba a su padre llegando cada tarde a casa después de pasar el día con los animales en el valle; se le veía cansado pero jamás lo escuchó quejarse y aprovechaba el tiempo que quedaba hasta la cena para jugar con Valentín y su hermano.
Su madre era realmente especial; todo cuanto había aprendido Valentín se lo había enseñado ella. La recordaba entre miles de flores y colores, podando o limpiando o regando, y siempre con la sonrisa dibujada en su rostro. Incluso cuando preparaba la comida o limpiaba la casa, su sonrisa estaba allí, reflejando lo afortunada que se sentía. Y Valentín recordaba que cuando ella se acercaba por las noches hasta su cama, con los ojos cerrados percibía aquel olor que desprendía su madre casi de forma innata; el olor a rosas y tulipanes lo desprendía directamente de sus poros. Valentín estaba convencido que pasar tanto tiempo junto a las flores, había hecho que aquellos aromas se le metieran por su piel y por eso su madre siempre olía a campo y frutas.
Cuando Valentín tenía trece años, empezó a subir solo a la montaña con los animales. Su madre estaba enferma y ya no podía levantarse de la cama. Desde que Valentín recuerda, ella siempre lo estuvo, pero no guardo cama hasta ese momento y su padre tuvo que dejar su trabajo para atenderla. Valentín lo hacía encantado, le gustaba que le dieran aquella responsabilidad y él se lo tomaba muy en serio. Comprendía que ya su padre no podía hacerlo y prefería que se quedara junto a su madre, cuidándola.
Una tarde, cuando llegaba de trabajar, su hermano salió a recibirle. Su rostro le inquietó y entró a toda prisa en la casa. Al asomarse a la puerta del dormitorio de sus padres, junto a la cama encontró a su padre llorando aferrado a la mano de su madre. Estaba totalmente desconsolado y no pudo ocultar sus lágrimas cuando le vio en la puerta. Le invitó a acercarse y Valentín se abrazó a su padre mientras podía verla a ella, su madre, su guía, su maestra; parecía que estaba dormida, pero el rosado de sus mejillas ya no le lucía como siempre y su sonrisa, resistiéndose a desaparecer, comenzaba a apagarse. Quiso acercarse para darle un último beso y al hacerlo, volvió a percibir aquel aroma más vivo que nunca. Su madre olería a flores y a vida dondequiera que estuviese a partir de ese momento. Aquel aroma, como si fuera el último regalo que su madre le hacía, quedó para siempre instalado en su memoria y a partir de ese momento, siempre que quería, cerraba los ojos y podía verla a partir de aquella fragancia natural que nunca la abandonó. Al mirarla por última vez, con su rostro encharcado en lágrimas, supo que había perdido la mejor parte de sí mismo, la única que le había hecho soñar y reír y disfrutar de la paz y serenidad que solo junto a ella podía sentir.
Tras la muerte de su madre, vinieron a la Gran Urbe para conseguir nuevos trabajos. Pero Valentín quería estudiar y lo hacía por su madre. Desde su llegada, unos años atrás, se había convertido en un estudiante de éxito, el mejor de su promoción y pronto cursaría estudios superiores.
Cuando entró a la floristería por primera vez, sintió como si por unos minutos, estuviera en su vieja casita y su madre canturreara una canción junto a sus flores. Tuvo la seguridad que la persona que hubiese creado aquel lugar sería como ella, profunda y transparente, como su madre. Y no le sorprendió que fuese aquella anciana adorable la dueña de aquel rincón del paraíso. Cuando pudo conocerla, reconoció que era tal y como había imaginado, una mujer sencilla cuya felicidad la guardaba el secreto de aquellos colores y la vida que daban los perfumes que desprendían sus flores. Su madre siempre fue tan delicada como cada una de aquellas florecillas que cuidaba con tanto cariño cada día. La presencia de una persona tan joven como Marikita, en principio le resultó curiosa, no era común que alguien de su edad se dedicara a ese tipo de empleos. Pero no pudo evitar admirarla por la labor que hacía y el modo en que valoraba la vida, aquella energía que le mostró en el parque, la intensidad con la que disfrutaba todo cuanto la rodeaba. Un valor que él nunca se había parado a apreciar. Después de la tarde que pasó con Flor y Marikita, por algunas noches su sueño fue sustituido por intensas reflexiones sobre el modo en que hasta ese momento había valorado aquella dedicación de su madre a las flores. Ahora que ella ya no estaba, podría alcanzar a comprenderla a través de sus dos nuevas amigas y realmente admiraba que lo hicieran del mismo que su madre lo había hecho toda su vida.

Un Alma Gemela

Llegó a la floristería con una gran sonrisa imborrable en la cara, sus ojos llenos de luz desbordaban de dicha. Flor casi se emociona al ver la nueva expresión de la joven. Era otra, estaba renovada, en sus ojos había un nuevo brillito de vida, de felicidad. Marikita le contó con lujo de detalles como había transcurrido su día libre y le habló de todos los regalos que se había hecho. Flor la escuchaba atentamente, con el interés de un niño curioso y no perdía detalle de todo lo que Marikita le contaba. Eran interrumpidas de vez en cuando por clientes, pero en cuanto se iban volvían a la carga. Y mientras, se lanzaban miradas traviesas sin que los clientes llegaran a darse cuenta.
Con el paso del tiempo Flor acabó contagiada del entusiasmo y la vitalidad de Marikita y cada día comentaban entre cuchicheos cuántas cosas bellas habían visto en la Gran Urbe; visto, oído, olido, sentido y todo cuanto pudiera percibir el cuerpo humano. No faltaron ni una sola noche a la cita con la luna, aunque a veces no llegaran a verla, mientras hablaban y hablaban durante horas.
La llegada de Marikita a la floristería fue muy sonada en la ciudad y pronto empezó a correr el rumor de una joven que hablaba de las flores como nadie había escuchado hacerlo, como si hablara de su propia familia. Y no tardó en aparecer nueva clientela que acababan comprando flores que prácticamente desconocían solo por complacer sus inconscientes deseos, pues una vez que Marikita empezaba a hablarles, entraban en una especie de éxtasis que aumentaba con la intensidad del discurso de la joven.
Un día en la floristería, mientras Flor andaba atareada haciendo ramos en la trastienda, entró un nuevo cliente. Marikita no lo había visto antes y pudo adivinar que preguntaría por ella, ya que últimamente era el motivo de la llegada de nuevos clientes. Un joven moreno, no demasiado alto y de un atractivo poco común, se acercó al mostrador.
- Disculpa, pasaba por aquí delante y he visto la tienda y me he quedado impresionado. Es la floristería más bonita que he visto nunca y sus olores pueden percibirse desde varias calles de distancia. ¿Eres la dueña?
- Oh no, yo solo soy una empleada – Marikita supo a que se refería y recordó el día que aquellos mismo olores fueron los que la llevaron hasta el Hogar de Flor por primera vez-. A mi también me pasó lo mismo, los aromas que desprende este lugar me trajeron hasta aquí casi sin darme cuenta; pero esta obra de arte – dijo abriendo sus brazos queriendo abarcar todo el local – pertenece a Flor, ella es quien ha creado este maravilloso lugar. ¿Quieres que la avise? Está aquí atrás, haciendo ramos.
- No quisiera molestar.
- No te preocupes, espera un momento. Si quieres puedes darte una vuelta por la tienda, Flor puede hacerte un precioso ramo con tus flores preferidas. Vuelvo enseguida.
Marikita se metió en la trastienda y el joven se paseó entre aquella vorágine de colores y olores, de sensaciones y emociones. Disfrutó a lo grande hasta que Flor y Marikita aparecieron a su espalda.
- Usted debe ser Flor. La felicitó, este lugar es hermoso.
- Muchas gracias joven. No es común que un muchacho como tú se interese por estas cosas – habló Flor sin borrar la sonrisa de sus labios, se sentía realmente halagada.
- Adoro las flores. Crecí en una casa enorme a las afueras y mi madre cuidaba de un maravilloso jardín que la rodeaba por completo… a la casa me refiero – rió avergonzado por la confusión -. Es que estoy realmente alucinado con este lugar, sus olores me recuerdan tanto a mi madre, a mi casa – un brillo de nostalgia asomó por sus ojos, que desvió rápidamente, temiendo que ellas lo advirtieran.
- Por amar tanto como yo a estas delicadas florecillas, voy a regalarte un ramo enorme y con las flores que tú mismo elijas; pero a cambio, debes volver por aquí a menudo. ¿Hay trato?
- ¡Hay trato! Me encantará pasar por aquí de vez en cuando. Muchísimas gracias.
Marikita no había abierto la boca en todo el rato y Flor sabía que lo más le gustaba era hablar de flores; le extrañó que no hubiese acabado inmersa en una profunda conversación sobre familias de flores con el chico. Pero Marikita había quedado completamente hipnotizada por las palabras de aquello chico, por su voz, el modo en que hablaba de las flores. ¡Era su alma gemela!
Cuando el chico salió por la puerta, Flor se acercó hasta donde estaba la niña para preguntarle qué le había pasado, y entonces vio sus ojos, vio aquella mirada y supo que tendrían un divertido problema. Marikita solía gastar ese tipo de bromas a Flor, que siempre se divertía con las ocurrencias de la niña.
- ¿Lo has visto Flor? Era guapísimo. Bueno, a lo mejor no era guapísimo, pero adora las flores y sabe muchísimo sobre ellas. Tú lo has escuchado ¿verdad? Le gusta este lugar, le gustan las flores… ¿no te parece que somos tal para cual? – Marikita daba vueltas con los ojos cerrados y las manos entrelazadas, fingiendo estar en las nubes.
- A ver, serénate y hablemos con calma – riendo, la llevó hasta la butaca y trató de hacerla volver al mundo real, pero la visita de aquel chico la tenía totalmente desorientada, con la mirada perdida, una sonrisa bobalicona imborrable y para darle más realismo a la escena se dejaba caer hacia los lados, mientras Flor trataba de sentarla desternillándose de la risa -. Marikita, a ti no te gusta ese joven de la manera que crees, simplemente te has identificado con él por su gusto y afición por las flores, ya que tú también lo tienes. Pero no debes confundirlo, ¿me estás escuchando?
- Sí te estoy escuchando, pero no es justo. El podría ser el chico con él que me casara y tú lo estás impidiendo – dijo apuntando con el dedo índice y entrecerrando los ojos, como si advirtiera de un terrible mal.
- Asumo los riesgos – Flor no paraba de reír; Marikita había abandonado la ensoñación y ahora se recreaba en lo que acababa de pasar, resignada.
Marikita realmente admiraba a aquel chico, pero no de un modo romántico. Era la primera vez que encontraba a alguien con el que se identificaba, de su edad, claro. Acababa de marcharse y ya estaba deseando que volviera a visitarlas, le hubiese encantado hablar más con él. Compartir sus ideas sobre, intercambiar opiniones y conocerlo más. Ni siquiera sabían su nombre.
Entonces se escuchó el tintineo de la puerta al abrirse, había llegado un nuevo cliente. Marikita se puso en pie para acercarse hasta la mujer que se paseaba por la tienda, Flor volvió a la trastienda con sus ramos pero antes de desparecer de la tienda se miraron y se guiñaron un ojo con la sonrisa en sus rostros. Flor adoraba aquellos ratitos con Marikita y sentía que merecía la pena haber esperado tanto tiempo que alguien como ella llegara a su vida. Era especialmente dulce y siempre conseguía hacerla reír como no lo hacía desde mucho tiempo atrás, mucho tiempo más de lo que le gustaba recordar.
Los domingos se mantuvo la costumbre, desde que Marikita compró el piso en el edificio antiguo, de comer juntas. Como Marikita ya se defendía en la cocina, alternaban los días y cada domingo cocinaba una. En uno de los que había cocinado Marikita el plato que hasta ahora le quedaba mejor, verduras hervidas con cebolla y salsa casera de tomate, mientras descansaban apoyadas en los ventanales observando el mundo tras ellos y comentando lo que veían, a Marikita se le antojó ir al parque a dibujar con las nubes tiradas en la hierba. A Flor le gustó la idea, pero se encontraba demasiado cansada para el paseo.
- Pero por favor, no dejes de ir por mí. Ya sabes que estoy vieja y estamos a domingo, mis piernas no resisten más. La floristería cada día da más trabajo y necesito estar descansada para aguantar la semana que se nos avecina.
Marikita pensó que le vendría bien un poco de soledad y aceptó. Acompañó a Flor hasta su casa. Marikita recorrió el resto del camino hasta el parque. Aún podría aprovechar un par de horas de sol.
Buscó un huequecito de hierba, pues como todos los domingos, el parque estaba lleno de familias. Encontró su espacio cerca del agua y se tendió sobre el césped en busca de nubes. Apenas pudo encontrar unas cinco en casi una hora, el día estaba prácticamente despejado y lo único que consiguió fueron unos cachetes más colorados de lo normal. Se levantó para mojarse la cara, que le ardía, en el pequeño lago artificial, que tenía a su lado. Como cuando era niña volvió a buscar su reflejo en el agua y sonrió al darse cuenta cuánto había cambiado desde que salió del Jardín-Hogar.
Mientras disfrutaba de la brisa que refrescaba sus mejillas, cerró los ojos y recordó al chico de las flores. Había algo en él que le había movido el alma y sus palabras volvían a resonar en su cabeza, haciendo que un escalofrío la sacudiera. Incluso su modo de mirar la tienda, la alegría que le vistió el rostro tras la invitación de Flor, su gesto de admiración, le resultaban tan familiares que no pudo evitar que una sonrisa se colgara de sus labios cada vez que pensaba en él. Días después, mientras trabajaba y atendía con total dedicación a cada uno de los clientes, dejaba escapar rápidas miradas a la puerta, esperando verlo aparecer en cualquier momento.
Casi dos semanas desde la primera visita del chico de las flores, cuando Marikita estaba cerrando la puerta de la tienda y colgando el cartel de cerrado, Flor la llamó desde la trastienda.
- Mira, ya he acabado el ramo para aquel chico. ¿Qué te parece? A ver si aparece pronto, en el congelador no aguantaran demasiado tiempo.
- ¿Es el ramo para el chico de las flores? ¿El de mi alma gemela?
Flor rió la ocurrencia de Marikita, ambas deseaban volver a verlo. Asintió con una sonrisa y le puso el enorme ramo en los brazos. Marikita lo cogió como si se tratara de un delicado recién nacido, con dulzura y tacto.
- Es precioso Flor, estoy segura que le encantará. Ojala venga pronto.
- Pues si, no quisiera que estuviera estropeado cuando lo venga a recoger.
Marikita acercó su cara a las flores, cerró los ojos y respiró aquellos aromas. Pudo percibir la sensación de estar en casa, a salvo, una sensación de seguridad que le costaba explicar. No pudo evitar imaginar la cara que pondría el chico de las flores cuando lo viera.
Durante su cita con la luna, pasaron las horas hablando de aquel chico, alma gemela de Marikita, un joven digno de respeto y admiración para Flor. Faltaban buenas palabras para describirlo aun sin saber nada de él; pero se habían creado un código entre las dos en que hablaban las flores en lugar de las personas. Las reacciones que provocaban ante las personas que visitaban la floristería, decían como eran, las describían. Y ellas habían aprendido a interpretar ese lenguaje secreto.
Amar las flores era un arte del que no todos disfrutaban.

El Nuevo Hogar

Con la ayuda de su amiga Flor, en algo más de una semana ya ocupaba su nueva casa. Entre las dos convirtieron lo que había sido una austera oficina de trabajo en un hogar acogedor y cómodo; durante dos días limpiaron a fondo el apartamento, con la música a todo volumen y riendo hasta por nada; pintaron las paredes con los colores más llamativos que pudieron encontrar en la tienda, pues Marikita quería que su casa fuera toda alegría, que la irradiara y la atrajera al mismo tiempo; juntas eligieron el poco mobiliario que necesitaría la casa, ya que querían reservar todo el espacio posible a las flores y al espacio para la libre expresión, como explicaba la niña ante la risas contenidas de la mujer; del Hogar de Flor escogieron las flores preferidas de Marikita, las que la tranquilizaban con su aroma, las que le llenaban el corazón de risa, las que tenían los colores más excitantes… La floristería quedó completamente asolada tras el paso enérgico y de una ilusión casi eléctrica de Marikita.
Celebraron la inauguración del piso con una cena especial, preparada durante todo el día por Flor. Era domingo y, sentadas sobre almohadones alrededor de una mesa baja que había justo en el centro del salón, ambas contemplaban extasiadas toda su obra. Miraran donde miraran veían vida, alegría, ilusiones, sueños, proyectos y esperanza. Los platos que había preparado Flor para Marikita eran los sabores más familiares que había degustado; con cada bocado volvía a revivir los maravillosos momentos de su infancia, con todos sus Amigos-Familia, jugando y riendo, aprendiendo y creciendo. Las cucharadas de aquella sopa de champiñones y la frescura en su boca de la ensalada de frutas hicieron que volviera a su corazón un viejo amigo, al que casi había olvidado. De nuevo sin darse cuenta, aquel agujero en su interior, la rasgadura de su cascarón, seguía allí. Echaba muchísimo de menos su hogar, sus amigos, los momentos que le regalaban los días. ¿Cómo había pasado aquello? ¿Cómo llegó hasta esta situación? De pronto la idea del piso, las flores, las vistas y el mejor trabajo del mundo no le parecían suficientes, de pronto aquel no era su lugar.
Flor, que la había estado observando en silencio mientras veía como su mirada se hallaba más allá de aquellas paredes, respetó su silencio y la dejó vagar por sus pensamientos. Reconocía aquella mirada perfectamente; hace muchos años la había visto por primera vez reflejada en el espejo. En unos días había llegado a querer a aquella niñita inocente y desprotegida como a una hija; la llegada de Marikita a su vida había sido recibida como esa brisita que se cuela por una puerta mal cerrada pero que se agradece profundamente; Marikita era en su vida como el agua que refrescaba hasta sus sentimientos más olvidados y enterrados por el dolor. La llegada de la niña, a pesar de haber abierto viejas heridas, había pasado por ellas suavemente, con apenas un roce, ayudándolas a cerrar. Por eso Flor la había aceptado y la había dejado instalarse en su tienda y en su corazón sin dudarlo; si bien era cierto que no sabía quién era realmente aquella muchacha ni de dónde había podido salir con aquellas ideas tan estrafalarias que anunciaba por bandera. Aunque lo quisiera, no habría podido dudar de la mirada de Marikita, de la transparencia y la sinceridad con que la miraban, de aquella manera tan dulce y familiar con que le hablaba, con una paciencia infinita, cuidando cada letra de cada palabra; Flor sabía que nunca descubriría el misterio que envolvía la vida de Marikita antes de llegar a la Gran Urbe, pero no le importaba, no podía ser tan malo cuando se había convertido en una joven tan llena de vida y amor.
Cuando Marikita acabó de comer todo cuanto había en la mesa, sus pensamientos se rompieron y una lágrima cayó por su mejilla rosada. Miró a Flor avergonzada, pues había olvidado completamente su presencia, ni siquiera recordaba qué se había estado celebrando. Su mente la ocupaban por completo todos los recuerdos que conservaba de su hogar, de su familia, de su pasado.
- No le des importancia, llora cuanto quieras. Yo estaré contigo – dijo suavemente Flor mientras se acercaba a ella y la rodeaba con sus experimentados brazos -, llora pequeña, llora cuanto quieras.
- Es que no quiero llorar, no sé… no sé por qué lo estoy haciendo – sollozó Marikita angustiada – no debería estar aquí, nunca debía haber dejado el Jardín, fue todo una pérdida de tiempo.
Flor, aunque confundida, no dejó de reconfortarla. Marikita había roto a llorar desconsolada y Flor la arrullaba como una asustada niña pequeña.
Al cabo de dos largas horas de lágrimas, Marikita levantó la cara hacia su amiga.
- He estado pensando Flor. Verás, antes de venir aquí yo estaba triste; tenía un agujerito en el corazón, ya sabes, como un cascarón roto, que me dolía y me angustiaba. Y mi familia me explicó que como humana debía venir hasta la Gran Urbe y descubrir mi lugar, mi función en la vida. Pues bien, he llegado hasta aquí. Con muchísimo dolor me he despedido para siempre de toda mi familia y amigos y de mi infancia y he andado un largo camino lleno de complicaciones y tropiezos y cuando ya estoy aquí y mi vida empieza a ser normal, siento que todo ha sido un gran error, el agujerito de mi corazón sigue abriéndose y me vuelve a doler por estar en este lugar.
Flor no salía de su asombro, no sabía como interpretar aquellas palabras, pero le bastó leer la angustia en los ojos de la niña, la aflicción en su rostro, la consternación de sus palabras y supo lo que tenía exactamente que decir, qué era lo que necesitaba aquella niña aterrada.
- Marikita, ese agujerito de tu corazón no son más que los sentimientos más bellos que puede poseer una persona. La primera vez que sentiste que esa herida surgía de la nada, probablemente hayas dado el primer paso hacia tu madurez, reconociendo que tu vida no estaba completa y que había un vacío que debías llenar, unas consecuencias con las que debiste cargar durante todo tu viaje hasta aquí.
Marikita permaneció durantes unos minutos pensando en lo que acababa de decirle Flor; tenían lógica aquellas palabras, pero ¿qué tenían de ciertas? Bien pensado era muy probable que todo aquello le hubiese pasado a ella tal y como lo describía la mujer. Pero entonces si había madurado y se había enfrentado a su condición humana hasta conseguir llevar una vida normal, ¿por qué había crecido aquella rasgadura de su corazón esta vez? Ahora que estaba empezando a ser feliz, ¿a qué debía enfrentarse esta vez?
- Puede que tengas razón, incluso es muy probable, pero hay algo que no logro entender aún. Entonces por qué de…
- Porque simplemente les echas de menos Marikita. Es así de simple, lo que sientes se llama nostalgia.
- ¿Nostalgia?
- Sí, es eso que sientes cuando echas en falta algo o alguien importante para ti. Es natural que sientas tanta tristeza por ellos, pero con el tiempo la añoranza dejará lugar a los más hermosos recuerdos y podrás pensar en ellos sin que la evocación te dañe, solo tienes que tener paciencia. De momento llora siempre que lo necesites, no tiene nada de malo.
Marikita se sintió profundamente aliviada al escuchar sus palabras e inmediatamente se hundió en el pecho de su mejor amiga. Ya no sentía ganas de lamentarse, estaba cansada y prefería guardarlos en el corazón con risas y juegos, no con lágrimas y tristeza como había hecho durante su viaje cuando no conseguía dejar de extrañarles. A partir de ahora, debía recordarles siempre así, sabía que volvería a verlos y ellos no querrían que continuase disgustada. Había vuelto a caer en el mismo error que la había hecho disgustarse tanto los primeros años de su viaje y ahora quería aprender de verdad la lección que la vida quería enseñarle.
Flor la dejó acostada en su cama de nubes, como la habían bautizado por la enorme colcha blanca que la vestía y que guardaba la forma de las nubes gracias a todo el relleno con que lo habían inundado entre las dos. El dormitorio principal, el de la cama de nubes, llevaba el merecido nombre de Cuartito del Cielo, ya que habían pintado las paredes del celeste más bello y le habían dibujados manchitas como imitación de nubes. En el centro, la coronaba una amplia cama japonesa que vestía aquel edredón celestial. En silencio recogió los restos de la cena y se lo llevó todo a casa. Le escribió una nota y se la dejó junto a la cama.
Al meterse entre las sábanas de su antigua y desvencijada cama, una tímida lágrima rodó por la vieja mejilla de la mujer.
La luz de un soleado y luminoso día le rayó la cara y la obligó a desperezarse con el sueño aún colgándose de ella. Se sentó en la cama e intentó rememorar el día anterior, la inauguración, la cena… sobresaltada recordó a Flor. Debía ir a trabajar, era lunes y se había quedado dormida. Buscó sus zapatillas de casa a tientas con la mano y de pronto ésta tocó un papel. Lo cogió y lo leyó a toda prisa. “Buenos días, dormilona. Hoy no te preocupes por la floristería, yo me hago cargo. Descansa y tómate el día libre. P.D.: Si se te ocurre aparecerte por la tienda, quedarás despedida inmediatamente. Un beso, Flor”. Marikita soltó una carcajada y volvió a dejarse caer sobre su cama realmente agotada. El trabajo y los pensamientos que fluctuaban constantemente por su cabeza, habían hecho que Marikita acumulara el sueño desde hacía ya varios días. Durmió unas tres horas más y casi a la hora de comer se levantó de la cama se regaló una reconfortante ducha. El cuarto de baño, también llamado, La Selva, convertía una simple ducha en un peligroso baño en medio de palmeras y animales salvajes; estaba pintado con motivos selváticos y Marikita también había dibujado con una precisión entrañable todos los animales exóticos y nuevos para ella que había conocido desde el día que salió del Jardín hasta llegar a la Gran Urbe. A cualquiera podría haberle impuesto, cuanto menos, respeto; pero la niña se sentía como pez en el agua y se conformaba con decir que todos los días podría darse un baño al aire libre.
Se vistió con la ropa más fresca y cómoda que encontró y decidió dar un paseo por el parque. Por el camino disfrutó de todo cuanto se encontraba a su paso; en aquel momento ya no le importaba que la gente se quejara o que estuviera siempre enfadada o preocupada. Lo que realmente le hacía feliz era darse cuenta que nunca había abandonado del todo su hogar, pues en aquel lugar también podía disfrutar de la presencia de plantas y animales. Sabía que en el parque podía sentirse como en casa y no tenía porque echar de menos tanto a su familia. En ese momento entendió que nada ocurría por casualidad y fue feliz.
Volvió a pasear por el parque como el primer día, admirando todo lo que veía y disfrutando de estar allí; le gustaba respirar los olores de las flores, sentir el aire fresco, escuchar las conversaciones de de los pajarillos; mirar a las personas que sacaban a sus perros a pasear, o los que salían a hacer ejercicio, o las madres que conversaban mientras sus hijos merendaban camino a casa después de salir de los edificios blancos.
Esa tarde era especialmente calurosa y Marikita decidió seguir disfrutando acompañada de un refresco. Atravesó el parque y salió por la otra puerta; se le había ocurrido comer algo en una terraza que había visto una vez mientras buscaba casa y a la que le tanto le hubiese gustado ir. Como le dijo Flor en la nota, se tomo el día libre en todos los sentidos y se concedió otro capricho ese día.
- ¿Va a comer? – un chico moreno con unos ojos increíblemente negros le preguntaban esperando para tomar nota. Marikita estaba tan maravillada mirando aquel lugar tan moderno, luminoso y con un ambiente tan agradable que apenas advirtió que el camarero se le había acercado.
- Pues… si, me gustaría comer algo ligero. Hace demasiado calor para llenar el estómago, ¿no crees?
- Tiene toda la razón. Se nota que se acerca el verano. ¿Le traigo la carta de ensaladas entonces?
- Si, sería perfecta una ensalada de frutas, ¿la preparan aquí?
- Aunque tengamos que ir hasta el centro de la tierra para conseguir la receta, en diez minutos tiene usted aquí su ensalada de frutas: fresca y ligera, por el calor – y rió divertido con un gesto que a Marikita le resultó especialmente encantador - ¿Y de beber? ¿Qué le apetece?
- Bueno, me gustaría mucho tomar algo frío. Llevo un par de horas paseando por el parque y estoy verdaderamente sedienta. ¿podrías traerme un zumo natural de frambuesas?
- Encantado señorita, ¿algo más?
- No, muchas gracias – Marikita sonrió agradable, había sido una conversación cargada de formalismos pero se habían dicho más con el cuerpo que con las palabras.
El camarero continuó con su trabajo y ejecutó el servicio perfectamente, atendió y sirvió correctamente a Marikita, realmente agradecido por el trato que ella le había dado. No se había limitado a soltar platos leídos en la carta, con educación pero sin una pizca de amabilidad y cordialidad; aquella singular chica, le había sonreído y había sido realmente encantadora con él, obviando que era un simple camarero y demostrándole un agradecimiento que jamás había visto en su trabajo. Su alegría y su sencillez le cautivaron y trató de corresponderle con rapidez y buen servicio. Cuando Marikita hubo acabado la invitó a volver pronto y la joven salió de allí con la alegría de un niño pequeño abriendo un regalo, dejando en el local un halo de energía y optimismo que se resistió a abandonar el lugar por varias semanas.
De camino a casa siguió saboreando todo lo que veía, lo que escuchaba, lo que respiraba, lo que sentía, alargando cuanto podía el trayecto. Sintió la tentación de hacerle una visita a Flor, aunque fuese a última hora para charlar como todas las noches, pero prefirió hacer caso de lo que le recomendó y desconectar de sus obligaciones y disfrutar su día libre. Cuando la noche empezaba a caer y no había manera de continuar estirando las calles, entró en el edificio antiguo. Sonrió al portero al entrar radiante de felicidad y subió las escaleras casi a brinquitos, mientras canturreaba una canción que solía cantar con los canarios las tardes de sol. Aún flotando se enfundó en su pijama y se sentó en los ventanales, mientras veía llegar la luna a reinar un cielo estrellado y empezó a revivir el día. Se sentía renovada, llena de vida; podía sentir de nuevo aquella agradable sensación con la que había alcanzado la colina en sus últimos días de viaje. Sentía que todo estaba en orden: había abandonado su vida en el Jardín-Hogar, no sin antes cargar su mochila de las más valiosas lecciones y su corazón de los más inolvidables recuerdos; había conectado con su verdadero lugar y con sus semejantes, alcanzaba a comprender la vida que llevaban sin juzgarla y se sentía capaz de convivir con ellos sin que sus valores y pilares fundamentales se vieran alterados o abordados por los ideales de la Gran Urbe; había aprendido a llevar una vida responsable adulta, como la del resto de sus semejantes sin que la rutina eclipsara la alegría de cada día. Había sido un día realmente inolvidable con sus largas horas de sueño, la nota de Flor por la mañana, el paseo por el parque, el delicioso zumo natural de frambuesas, aquel local tan agradable, el camarero… Era guapo, no cabía duda. Podía volver a ver claramente aquellos botones negros mirándola y su sonrisa hablándole tan amable. Sí, decididamente no olvidaría nunca aquel día.

Adaptándose a la Urbe

La primera semana en la floristería fue un tiempo inolvidable para Marikita. No dejó de aprender ni un solo segundo; de flores, de dinero, de clientes. Flor le había puesto un gracioso delantal que, como no, era un precioso ramillete de flores silvestres y primaverales y en el centro aparecían dos simpáticas abejas comentando lo dura que podía llegar a ser la tentación cuando uno estaba casado. Marikita necesitó la ayuda de flor para entenderlo, pero rió mucho cuando lo comprendió y además aprendió una cosa nueva. La fidelidad era un principio que cualquier humano debía cumplir por encima de todas las cosas. Por más curioso que le parecía, resultaba que la fidelidad debía darse en una relación amorosa, ya sea antes o después del matrimonio; aunque parece ser que es mucho más importante mientras son solo novios. Debe haber fidelidad al trabajo que uno tiene o la empresa para la que trabaja y jamás debe traicionarla; fidelidad a la familia, a los amigos, a la moda, al seguro de vida y al del coche, a los bancos… Marikita dudaba que de este modo alguien pudiera ser fiel a sí mismo y por segunda vez sintió pena por sus semejantes.
El uso del dinero en la tienda ayudó a Marikita a dominar esta área y como Flor le decía, le sería más difícil ser engañada. Le enseñó a tener los ojos siempre bien abiertos y a no cometer ningún error cuando se trataba de dinero, porque al parecer la gente defendía con uñas su patrimonio, aunque éste solo fuesen unos céntimos de la vuelta de un clavel.
Le maravillaba ver siempre caras nuevas y hablar con todo el mundo y hasta les aconsejaba sobre qué flor debía llevarse cada uno según el acontecimiento; porque eso sí, en la Gran Urbe, las flores se reservaban solo para cuando había algo que celebrar: bodas, nacimientos, aniversarios, cumpleaños; incluso regalaban flores cuando alguien se operaba de algo grave y debía estar en el hospital unos días, o también si uno moría, seguramente porque si muere antes de operarse, la gente se queda con las flores compradas y se las regalan de todos modos. Marikita estaba de acuerdo en que las flores alegraban, pero de ahí a resucitar…
Por las noches, cuando ya habían cerrado, Marikita y Flor se sentaban en unos enormes butacones de mimbre que colocaban justo en medio del Jardín, con unos vasos de zumo de uvas en la mano y la vista al cielo, esperando ver aparecer la luna. Una vez asomaba por la cristalera, empezaban a comentar el día y Marikita le contaba lo que había aprendido, lo que le había resultado fácil y lo que le había costado realizar; y Flor le hablaba de cómo ella había empezado y de las mismas dificultades que había encontrado al principio y la tranquilizaba haciéndole ver que con los años se había convertido en toda una experta. Tal vez por el zumo de uvas, quizá solo fuese el cansancio o la empatía que se tenían, pero siempre acababan riendo a carcajadas incluso cuando ya habían olvidado por qué habían empezado.
Algunos días, a la hora de comer, Flor dejaba salir a Marikita a ver algún piso que había encontrado y aunque siempre volvía con la decepción en los ojos, Flor siempre le alentaba y la animaba a seguir buscando. Al fin y al cabo, la Gran Urbe era inmensa y seguramente casas a su gusto había a pares, pero si seguía abriendo el círculo jamás la encontraría cerca del parque como ella quería. El viernes tenía cita para visitar un apartamento que se encontraba a unos treinta minutos de la floristería y a casi cuarenta y cinco del parque. No era lo que esperaba ni lo que andaba buscando, pero Marikita ya estaba cansada de buscar una casa y encontrarla demasiado grande o demasiado pequeña, o demasiado cara o con una sola ventana. Antes de salir de la tienda Flor le regaló un guiño de ojos, al que Marikita respondió con una sonrisa cargada de decepciones, no tenía por qué ser distinto ese apartamento. Le aseguró que llegaría antes de que cerrara la tienda, no creía que tardara más de un par de horas en decidirse. Había quedado con el dueño en la puerta de un famoso restaurante que quedaba a un par de minutos del apartamento, así que tuvo que salir con tiempo de sobra para llegar a tiempo andando. Tenía por costumbre siempre salir con un poco de tiempo por si le surgía un inconveniente por el camino; no podría soportar que alguien hubiese estado esperando por ella, le parecía una falta de atención, delicadeza y consideración hacia la otra persona. A fin de cuentas nunca vio a una abeja esperando impaciente ante una flor cerrada a destiempo. Llegó unos minutos antes de la hora citada y los aprovechó para tomar aire, recomponerse y beber un poco de agua de la botella que siempre llevaba con ella. Justo encima de la puerta del restaurante había un enorme reloj de época que Marikita empezó a mirar con impaciencia cuando ya habían pasado diez minutos y el dueño no se había presentado. Respiró hondo y decidió pensar que seguramente el piso sería otro fracaso y que había sido mejor que no apareciera. Por respeto, decidió esperar cinco minutos más mientras pensaba en cómo se lo contaría a Flor y que seguramente por la noche reirían juntas del dueño que nunca apareció. Solo de pensarlo dejó escapar una risita que la reconfortó y decidió emprender de nuevo la vuelta, después de todo, el paseo le había venido muy bien. Le echó una última ojeada al reloj del restaurante y empezó a andar.
- ¡Señorita, señorita! Disculpe, soy el dueño del apartamento – un hombre de unos cuarenta y cinco años venía corriendo desde el otro extremo de la calle con el traje hecho un desastre, la camisa por fuera dejando entrever una barriga prominente y la corbata totalmente suelta, la chaqueta salida de los hombros y el maletín que traía en la mano daba bandazos en el aire al paso de sus zancadas. Tenía la cara desencajada y el pelo alborotado. Marikita al escuchar los gritos, solo pudo detenerse y darse la vuelta con asombro mientras observaba aquel cuadro. Definitivamente, estaba deseando contar esta versión a Flor.
- Hola señor, ¿se encuentra bien?
- Discúlpeme señorita, ha habido un imprevisto de última hora y he intentado localizarla pero cuando la llamé a su trabajo ya había salido para acá y tuve que venir a toda prisa. Justo esta mañana se rompió mi coche y he tenido que venir corriendo, lo siento señorita.
Marikita intentó quitarle hierro al asunto mientras intentaba no reírse, aunque por más que lo intentaba, ver a aquel hombre intentando arreglarse sin resultado visible alguno, era más de lo que ella pudiera soportar. Presenciando las hazañas de este personaje, solo se le ocurrió pensar que había valido la pena esperar.
- Verá señorita, hubo un malentendido al darle la dirección del apartamento. El que quiero enseñarle no está en esta calle.
“Vaya, es lo que me faltaba”, pensó Marikita. Pero procuró no perder la sonrisa y el gesto de atención hasta que hubiese acabado de hablar. A veces le pasaba que presuponía lo que los animalitos o las flores del Jardín-Hogar le dirían y se ganaba enfados y decepciones sin motivo alguno. Había aprendido a escuchar.
- Si me acompaña, la llevaré hasta el apartamento. Le gustará, está muy cerca del parque. Creo recordar que era eso lo que buscaba – la invitó a caminar a su lado y comenzaron a deshacer el camino juntos en dirección a parque. Se dirigían sin prisa alguna, paseando como si fueran amigos de toda la vida. Claro que el paso lo marcaba el recién llegado, que todavía trataba de recuperar el aliento. - En ese piso trabajaba mi mujer, lo utilizaba de oficina, siempre se traía el trabajo a casa y decidió comprarlo porque en casa le distraían muchas cosas, pero nos vamos de la ciudad. La han trasladado a unas nuevas oficinas. Ella es agente de seguros y la han ascendido a coordinadora y gerente de grupos. Conocerla es lo mejor que me ha pasado en la vida, si no fuese por ella habría perdido hasta mi propia cabeza.
Marikita le sonrió, sabía exactamente a lo que se refería. Las leyes de la naturaleza nunca se equivocaban; ella misma complementaba todas las carencias o dificultades que pudiera presentar cualquier ser vivo y probablemente, aquel hombre y su mujer encajaban como las piezas de un puzzle.
Durante todo el camino, el hombre le habló de su mujer, del trabajo de su mujer, de lo que mejor cocinaba su mujer, de cómo conoció a su mujer y todo cuanto Marikita hubiese deseado saber de la mujer del dueño del piso que se disponía a ver, sin necesidad de preguntarle nada. Le agradaban las personas así, conversadoras, sociables, amables; incluso le divertía su torpeza innata, porque le hacía transparente y sincero y, sobre todo, humano. Se dio cuenta que en ningún momento intentó adornarle el apartamento más de lo que debía, ni intentó venderle algo que no existía, como había hecho el resto de los caseros que había conocido. A decir verdad, apenas le habló del apartamento a no ser que necesitara explicarle el lugar exacto donde estaba la mesa de trabajo de su mujer o los distintos rincones a los que su mujer había cambiado la impresora en distintas ocasiones. Marikita agradeció aquel gesto, pues aquellas mentiras le habían provocado muchas decepciones innecesarias en días anteriores. No alcanzaba a entender aquella obsesión de sus semejantes por engalanar sus vidas y todo cuánto las rodeaba; aquel vano intento no pretendía más que ocultar sus verdades más profundas, solo por temor a ser rechazados por ellas. Lo único que posee un ser humano son sus ideas, sus motivaciones, todo cuanto ha creado cada uno a partir de sus convicciones e ideales y nada de esto puede ser mediocre, porque proviene de un ser único y especial, porque sus propias ideas le hacen perfecto y superior.
Después de un rato, el agradable señor se detuvo y se giró hacia ella. La hizo seguir con la vista la dirección que apuntaba con el brazo.
- Mira, es el que tiene dos balcones. ¿Lo ves?
Marikita no daba crédito a lo que veían sus ojos, no podía ser. Al menos desde su posición era enorme y se veía precioso. Estaba en un edificio antiguo pero muy cuidado, de tres plantas y con portero incluido. Además, los seis apartamentos que tenía eran todos diferentes unos de los otros, a cual más original. Pero sin lugar a dudas, el suyo parecía ser el más grande y espacioso. Como no conseguía salir de su asombro ni de sus cavilaciones, el dueño la empujó con delicadeza al interior del edificio. Cuando la puerta del piso se abrió, lo que la recibió la dejó estupefacta. Como si miles de fotógrafos quisieran inmortalizar aquel momento, un aluvión de flashes venidos desde todas las partes del piso la atacaron y tuvo que cerrar los ojos rápidamente hasta acostumbrarse a la luz. Cuando se adaptó pudo ver que las cámaras fotográficas no eran más que unos enormes ventanales que cubrían por completo todas las paredes de la estancia y los flashes, la puesta de sol más bella que había visto desde que salió de su Hogar y en primera fila. Le encantó la idea de ser cada tarde la invitada de honor a tal espectáculo natural. Era como si todo le diera la bienvenida a su nuevo hogar y la propia la naturaleza le diera la aprobación a aquella decisión. Paseó con los brazos abiertos por toda la estancia, dejándose llenar de todo lo que le transmitía aquel lugar. Cuanto más lo sentía, más le gustaba y decidió que sería suyo. Cuando calculó la cantidad de flores con las que podría llenar cada rincón y la cantidad de pajarillos que podrían asomarse por aquellos ventanales, no pudo imaginarse un solo día de su vida fuera de aquel lugar.
- Es… es perfecto señor. ¿Cómo puede existir un rincón como éste en la tierra? Es el hogar más acogedor que he visto jamás – y tal como le había enseñado Flor, se puso seria, frunció el ceño y lo miró a los ojos –. Pues bien, hablemos de dinero – debía ensayar más, aquel gesto se le notaba forzado.
- Verá señorita, como ya le he explicado nos vamos de la ciudad y la verdad es que nos corre un poco de prisa vender todas nuestras propiedades aquí, porque debemos instalarnos cuanto antes en nuestra nueva casa. Y parece ser que este piso se nos ha hecho un poco de rogar, creo que la estaba esperando a usted. Este mismo fin de semana debemos venderlo, pues mi mujer empieza a ocupar su nuevo puesto el mismo lunes. Comprenderá la urgencia. Así que hemos decidido venderlo al menor precio posible, no podemos darnos más tiempo. Aunque la venta sea a plazos debemos trasladar las escrituras a un nuevo dueño.
Hablaron por más de una hora, hasta que consiguieron llegar a un acuerdo favorecedor para ambos.
A última hora de la tarde, Marikita recibía en mano las llaves de su nueva casa. Acordaron llamarse para cualquier inconveniente. El dueño, o ex dueño, vendría la próxima semana para terminar de traspasar las escrituras de propiedad a Marikita.
Una vez que se marchó, la niña se quedó unos minutos más dentro del piso asimilando y meditando todos los acontecimientos del día. ¡Flor! Debía estar preocupada por ella, había olvidado por completo la tienda. Salió del piso y echó a correr hacia la floristería, estaba deseando contarle todo lo ocurrido a su amiga. Al llegar la puerta estaba cerrada, pero tocó y la empujó segura de que Flor seguiría en la tienda. Asomó la cabeza y la vio recostada en el butacón, con el vaso de zumo en la mano y mirando al cielo. Flor, al verla se enderezó y con una sonrisa experimentada la invitó a sentarse en el otro butacón con un ademán cariñoso. Marikita entró y cerró la puerta tras de sí, se quedó quieta junto a la entrada mirando fijamente a Flor. La mujer se inquietó, temiéndose otra decepción. Entonces el rostro de Marikita empezó a iluminarse y dejó asomar poco a poco una sonrisa que al cabo
de unos segundos irradiaba luz propia. Flor respiró con alivió, sabía lo único que podía significar aquel brillo en sus ojos.