miércoles, 23 de abril de 2008

Una Nueva Vida

Durante días, Marikita anduvo en el desconcierto, conociendo y descubriendo aquel lugar. Fuera del parque en el que había estado la tarde de su llegada, todo era distinto. No había césped y los caminos estaban hechos de una materia oscura que cuando le daba el sol quemaba bajo los zapatos y por la que había que pasar a toda prisa ya que los vehículos que circulaban por ella solo se detenían ante la orden de las pequeñas luces rojas. A Marikita le hubiese gustado ir en uno de esos coches y ver el mundo rodar desde las ventanillas.
Dos semanas vivió Marikita observando y escuchando, siempre en silencio, con el único afán de aprender cuanto antes todo lo que debía conocer de aquel lugar. Aprendió rapidamente el modo de vida, las costumbres, las rutinas, las responsabilidades, los derechos y los deberes de sus semejantes; de los que en adelante serían toda su familia y amigos. Se sorprendió al observar que aquellas personas andaban continuamente preocupadas por palabras como hipoteca, facturas, deudas, política, herencias, divorcios, discusiones… incluso la familia en ocasiones provocaba grandes enfrentamientos.
Podía ver plantas asomadas a los balcones de las casas, en las puertas de los edificios, en las mesas de los restaurantes e incluso había gente que las llevaba en sus brazos por la calle, pero nunca vio a nadie cuidar de ellas, hablarles, regarlas. También conoció a otros muchos animales que nunca antes había visto, pero los veía atados o metidos en cajas o en jaulas y siempre recibiendo ordenes de las personas. Ni uno solo de los días se encontró a alguien mirando al cielo, buscando estrellas o dibujando con nubes; nadie se detenía a escuchar el precioso canto que los pajaritos les regalaban desde de lo alto de árboles y edificios; nunca vio a nadie sonriendo embelesado al percibir sin saber de donde el aroma de una nueva flor que se abría. Allí las personas se cruzaban por las calles sin siquiera dirigirse una mirada, sin dedicarse un gesto amable; no se paraban para hablar unos con otros, todo cuanto tenían que decirse lo hacía por teléfono y a ser posible mientras andaban a toda prisa, comían o incluso leían el diario, sin prestar atención a lo que decían sus propias palabras. Incluso sus ropas eran apagadas y tristes; nadie lucía los colores de las flores, ni del mar, ni de sol. Parecían conformarse con el color de la noche, los de la tierra… todos aquellos que a Marikita siempre le habían provocado miedo y respeto. Los niños no jugaban como locos todo el día, como hacía ella de niña saboreando hasta la última gota de vida de cada día; Marikita observó que desde muy temprano se dirigían con mochilas pesadas y cargadas de nunca supo qué, a los grandes edificios de color blanco y allí pasaban el día. Y Marikita no creía que en los edificios blancos jugaran demasiado, porque salían con caras de aburrimiento físico y emocional, un detalle que a sus padres no parecía importarles, ya que a toda prisa los metían en sus coches y los llevaban a casa.
El día que más le gustaba a Marikita era el Domingo; aunque ella al principio pensara que se trataba de una autoridad o una personalidad importante del lugar, ya que todos lo esperaban con ganas y decidían no planificar ese día, no tardó en descubrir qué era realmente el domingo y porque solo ese día la gente se desprendía de los aburridos trajes oscuros y dejaban respirar sus pies con cómodos zapatos, soltaban sus melenas y lucían bellísimas prendas sueltas y cómodas.
Habían pasado poco más de cuatro meses y ya lo sabía todo, al menos para “ir tirando”. Mientras pensaba en esto, rió. Ya había perdido la cuenta de las veces que había escuchado esta expresión y hasta apenas un par de días antes, no le había encontrado el sentido. Lo primero que debía hacer era buscar un trabajo, pues en aquel lugar todo se movía con dinero y éste se conseguía con el trabajo. Luego buscó una casita donde pudiera meter todas las flores del mundo y con grandes ventanales para que pudieran entrar todos los animalitos que quisieran. Una vez conseguido el trabajo, empezó a comprarse comida y ropa nueva y en poco tiempo comenzó a llevar una vida “normal”.
Marikita había encontrado el mejor trabajo que podía haber deseado, ni siquiera podía creer que existiera. Una de las tardes en que se paseaba por el centro buscando una casita cerca del parque, de repente le abofeteó un estruendo de olores que apenas podía digerir. Eran demasiado y venían muy juntos sin que fuese posible distinguir unos de otros. Marikita cerró los ojos e intentó llegar hasta el origen de tal vorágine olfativa. Al poco se encontró con una puerta verde de la que emanaba aquel manjar oloroso y no pudo evitar tocar para descubrir lo que había detrás. Al golpe de sus nudillos en la madera, la puerta cedió y comenzaron a colarse por el espacio abierto más y más olores nuevos y embriagadores. Tanta delicia añorada marearon un poco a la niña, que al intentar abrir los ojos estuvo a punto de ir directa al piso. La luz de aquel lugar, todas aquellas flores, los colores nuevos, los olores desconocidos… casi no pudo resistir un gritito de admiración y sorpresa. Empezó a observar con calma y saboreó cada matiz que descubría allá donde su vista y su olfato se dirigían. Aquel lugar no tenía techo, en su lugar una gran cristalera cubría todo y hasta arriba se alzaban las flores más hermosas. Todo, todo cuanto miraba estaba cubierto de flores; ni un solo rincón quedaba descubierto. Incluso el suelo parecía césped, una graciosa imitación de la suave hierba servía a modo de alfombra. Aquel lugar era su hogar, no podía creer que existiera una réplica tan perfecta y exacta de su Jardín. Sus pasos delataron su presencia y a los pocos minutos apareció una mujer bellísima, esbelta, con el pelo recogido en un moño y los ojos más negros que jamás la habían mirado. Era delgada y la huella de los años le había rubricado la piel. Llevaba un vestido de un estampado finísimo que intuía todo lo que escondieron aquellas telas alguna vez. Marikita calculó que tendría casi setenta años. La hermosa mujer la miró y reconociendo aquella expresión de sus ojos, la sonrisa imborrable y el gesto extasiado, sonriendo le habló.
- Bienvenida al Hogar de Flor, ¿es la primera vez que vienes por aquí?
Al escuchar aquella voz, Marikita bajó a la realidad. Se sintió turbada y avergonzada e intentó recomponerse rápidamente. La mujer lo advirtió y dejó a un lado los formalismos, pues como ella pensaba, la naturaleza simplemente da y recibe con amor y nunca se para a pensar si ha sido lo suficientemente educada.
- No seas tímida, ¿te gusta el lugar verdad? – al ver que Marikita continuaba in albis, decidió seguir. - ¿Sabes? Éste es mi hogar, justo detrás de la floristería tengo una pequeña casita en la que vivo desde hace casi cuarenta años. Al principio esta casa siempre estaba llena; con el tiempo las ausencias las han ido sustituyendo cada una de estas plantas, que hoy son mi única y verdadera familia. Dime joven, ¿cuál es tu nombre?
- En otro lugar, yo también tengo una familia como ésta. Nací y crecí rodeada de flores silvestres y animales salvajes. Ellos son también mi única y verdadera familia.
La mujer sonrió complacida por haberse ganado la confianza de la joven. La miró con ternura y expectación, como si la invitase a continuar hablando. Marikita la observó y aquellos ojos negros le dijeron todo cuanto necesitaba saber. Allí también tenía un hogar y una familia.
- Mi nombre es Marikita y vengo desde el Jardín-Hogar para encontrarme con mis
semejantes y conocer y cumplir mi tarea.
La mujer soltó una risotada pegadiza y se llevó una mano hasta la boca en un intento por evitar herir a la muchacha, ante su gesto perplejo. Aquellas palabras sonaban demasiado rimbombantes para ser dichas en serio.
- Los jóvenes cada día me enseñan algo nuevo. Así que es así como se habla ahora – volvió a reír divertida – hace tanto tiempo que no salgo de aquí y tanto más que no se acerca un chaval a comprar una flor, que a veces olvido que el mundo sigue girando fuera de estas plantas. Y dime, Marikita, ¿puedo ayudarte en algo? ¿te gustaría comprar alguna flor?
- Oh no, ahora no puede ser. Aún no he encontrado trabajo y no tengo dinero. Precisamente andaba por esta zona porque me gustaría comprar una casita aquí, cerca del parque. Cuando la encuentre vendré a comprar todas cuantas pueda meter en mi nueva casa.
- ¿De veras? – la mujer no podía evitar admirarse ante aquella criatura. Hablaba con tanta paz y ternura, como si todo cuanto dijese fuese de vital importancia. Cada una de sus palabras eran pronunciadas con amor, con una delicadeza que aún no conocía en ningún otro ser humano. Entonces le hizo una proposición que Marikita no podría rechazar.
– Si quieres, puedes trabajar aquí. Yo ya estoy mayor y no puedo con todo el trabajo sola, me vendría de maravilla un par de manos jóvenes y fuertes. ¿Qué te parece?
Marikita abrió los ojos como platos y su boca formó una luna llena perfecta. No podía creérselo. ¿De verdad podría trabajar en un lugar como aquel? Era lo mejor que podría pasarle. Pero, ¿en qué consistiría su trabajo?
- Me encantaría poder pasar aquí los días enteros, ¿qué debo hacer?
- Me has dicho que te criaste con las plantas, de modo que las conocerás y sabrás como cuidarlas y tratarlas para que crezcan fuertes, saludables, coloridas y sanas ¿no?
- Pues sí, sé hacerlo todo. ¿De verdad me emplearías solo para hacer eso? – no podía creer que hacer ese tipo de cosas se pagara en la Gran Urbe. Pensaba que cuidar plantas se dedicaba a los ratos libres, solo para distraerse. ¿Cómo podía ser un empleo tan gratificante? ¿Entonces por qué todos andaban siempre preocupados y enfadados por sus trabajos? Decidió pensar que tenía tiempo para descubrir todo eso y se apresuró a aceptar el trabajo cuanto antes. – Entonces ¿puedo trabajar aquí? ¿Cuándo empiezo?
- Me gusta tu energía y tu vitalidad. Pues bien, en principio te dedicarás por las mañanas a regar y limpiar las flores y a las diez en punto abrirás la tienda. Mañana tengo que ir a comprar abono al centro comercial y tú estarás a cargo de la tienda.
¿Tienda? ¿Qué quería decir aquello? ¿Es que acaso las flores se vendían? ¿Quién pagaría por algo que puede encontrar gratuitamente en la naturaleza, en todo cuánto le rodea? Quería preguntarlo, pero la señora continuó hablando.
- Si quieres, ahora pasamos y te enseño como funciona la máquina cobradora, es antigua y quizá no la entiendas. Me la regaló mi marido, hace treinta y cinco años y nunca he querido desprenderme de ella. Seguramente yo tampoco me entendería con las nuevas. Los precios de las flores y plantas están justo debajo de cada maceta y para los accesorios solo debes mirar en esta lista – la mujer sacó de un cajón del mostrador una hoja plastificada escrita con un caligrafía perfecta -. Si tienes alguna duda o te surge un problema, yo siempre estoy detrás, plantando. Solo tienes que darme unas voces.
Marikita estaba aturdida e intentaba recopilar toda la información lo más rápido que podía, pero había demasiadas palabras que no entendía y la mujer una vez había arrancado, hablaba a velocidad de bólido.
- Disculpa, pero creo que será mejor que aprenda con la práctica. Así funciono yo. Todo es nuevo para mí y probablemente al salir de aquí olvide todo lo que me has dicho. De todos modos, muchísimas gracias por preocuparte y ser tan atenta conmigo – y sonrió dulcemente, realmente agradecida a aquella señora, que por cierto aún… - No me has dicho tu nombre, ¿cómo te llamas?
La señora rió por su falta de delicadeza a la hora de explicarle el funcionamiento de la floristería.
- En realidad sí que te lo he dicho. Ésta es mi floristería y como ya sabes mi hogar. Por eso le llamé el Hogar de Flor… porque yo soy Flor, así me llamo.
Marikita se maravilló y la felicitó por tener un nombre tan bello; dio por hecho que de ahí le venía su amor por todas las flores, le estaba escrito desde antes de nacer en su propio nombre. Pasaron la tarde hablando y riendo sobre la ciudad, las gentes, el parque y como no, hablaron hasta la saciedad de flores y plantas. Marikita se sentía realmente cómoda con Flor y pronto empezó a recibir de ella la calidez y la protección que más necesitaba en ese momento. Por su parte, Flor comenzó a ver cumplidos todos sus sueños de adolescente a través de los ojos de Marikita. Eran el mejor regalo que ambas podían recibir de la vida.

sábado, 12 de abril de 2008

La Gran Urbe

Se sintió profundamente decepcionada, se resistía a creerlo de ninguna de las maneras. Así que "aquello" era la Gran Urbe. Miles de pensamientos cruzaron rápidamente por su cabeza, se llenó en un segundo de miedo, rabia, frustración, impotencia y finalmente, nostalgia. Lo había dejado todo, su familia, su hogar, las tardes adivinando historias en las nubes, escuchando las canciones que entonaba el viento, haciendo cosquillas a la hierba, reflejándose en las gotitas de rocío de las mañanas; jugando a las carreras con los conejos, creando las mejores melodías con los pajaritos, imaginando ser todos los tipos de flores conocidas... Y ahora estaba allí, donde desde su posición ni siquiera veía un solo árbol, ni una paloma volar. Aquello no podía estar pasándole a ella. En aquel lugar solo se veían masas de cemento y motores impregnando de muerte el ambiente. ¿Dónde estaban los animales, las charcas, la hierba? No debió salir nunca de su hogar, allí era feliz y podía encontrar su tarea en el Jardín. ¿Qué haría? ¿A dónde iría? Todo el mundo andaba deprisa, como si el piso fuera derritiéndose tras sus pasos, como si el lugar al que se dirigían estuviese a punto de evaporarse. No creía que nadie pudiera ayudarla a encontrar su función en la vida, la Urbe no tenía aspecto de esconder una tarea para cada ser que la habitaba, como le había explicado su familia. Empezó a arrepentirse cada vez más fervientemente de haber emprendido aquel viaje, se dio cuenta que no quería estar allí y sintió ganas de llorar. Una lágrima se derramaba por sus mejillas rosadas cuando alguien le habló. "No llores ahora que llevas tanto tiempo sin hacerlo, sé fuerte, aguanta un poco más". Se giró y vio a la golondrina mirándola con un gesto maternal y protector. Marikita ni siquiera tuvo fuerzas para alegrarse de ver a alguien familiar, estaba demasiado triste. "Esto no se parece en nada a lo que debía ser, de esto nadie me habló; no quiero entrar ahí, ese no es mi lugar ni mi hogar, esas gentes no pueden ser mis semejantes y vivir sin plantas, sin aire puro, sin charcas, sin mirar hacia el cielo... He caminado durante años con la ilusión batiendo en el corazón de llegar a este lugar, he llorado y he tropezado una y mil veces en esta montaña para acabar en este inhóspito y deshumanizado mundo. ¡Quiero volver a casa!". Soltó un grito ahogado y amargo y rompió a llorar como nunca antes lo había hecho. La golondrina, enternecida, se posó sobre sus pies y le habló dulcemente: "Pequeña, ¿acaso no has aprendido nada?" Marikita levantó la cabeza, y con los ojos empapados la miró con cierto aire de indignación. ¿Es que encima debía aprender algo? La golondrina, comprensiva, leyó sus pensamientos. "Marikita, el camino hasta aquí era corto y sencillo, la colina apenas un peñón y esta ciudad un autentico paraíso; pero tus lágrimas convirtieron tu viaje en un recorrido largo y pesado, tu egoísmo y ansias de llegar transformaron esta montaña en una pendiente interminable y peligrosa y por último, tu falta de amor y aprecio hacia las cosas distintas te ha hecho odiar tu nuevo hogar. Nada de esto estaba aquí antes de que tu salieras del jardín, has sido tú misma la que ha transformado todo". La niña quedó largo rato dejando caer sus lágrimas, sin sentimiento alguno, sobre su cara, su ropa, sus pies. Pensaba en aquellas palabras, pero no podía creerlas. Recordó todos y cada uno de los pasos que había dado desde su partida, los lugares, las compañías. Era cierto, solo cuando fue capaz de parar de llorar y llenó su corazón de amor, pudo divisar la colina que le separaba de la Gran Urbe; cuando rendida al final del tramo de la colina dejó que las cosas pasaran como debían, encontró una cascada que nunca antes había visto ni desde abajo ni desde ningún punto de la montaña y que, sin embargo, no le había sorprendido encontrar; pero lo que aún no lograba entender era lo de la ciudad, no comprendía que debía entonces pensar sobre aquel lugar, le había decepcionado y eso no era culpa suya. "Golondrina, ¿qué debo hacer si realmente este lugar y sus gentes no encajan conmigo? Simplemente no me gusta, no es lo que esperaba". La Golondrina sonrió: "Tú lo has dicho pequeña. Siempre supiste como era la Gran Urbe, tu familia nunca te mintió al respecto, pero en tu corazón siempre albergaste la esperanza de que todo fuera como el jardín; te has enfadado sólo porque no ves la hierba, ni sonrisas en los rostros, ni aves en el cielo. Déjame decirte, Marikita, que desde tu posición, la de la negación y la añoranza, no puedes verlo; pero si empiezas a aceptar este lugar por lo que es y no por lo que representa, empezarás a verlos". Marikita tuvo que reconocer aquella verdad, muy en el fondo de su corazón esperaba encontrar un jardín, como el de su hogar, ni siquiera esperaba encontrarse con sus semejantes. Pensó que quizá sí debería empezar a aceptar la Gran Urbe como su hogar, no su nuevo hogar, simplemente su verdadero lugar. Le sobresaltó un aleteo bajo sus pies, la paloma más bella que había visto jamás encabezaba una preciosa y enorme bandada, que recortando la montaña, volvía hasta la ciudad y se posaba sobre las copas de los árboles más grandes y frondosos que había conocido. Éstos coronaban un precioso lago, brillante remanso de paz. Observó el conjunto y pudo admirar, justo en el centro de la ciudad aquel inmenso espacio, donde las personas reían, jugaban y se tendían sobre la hierba a observar un precioso cielo azul, gobernado por el más brillante sol, donde pudo reconocer a Despertón, Calorcito y hasta a Perezoso, el pequeño rayo que nunca se atrevía a salir hasta la última hora de la tarde. Sonrío para sus adentros. "Gracias". La Golondrina remontó el vuelo y cuando estaba frente a ella se despidió: "Hasta siempre, Marikita, mucha suerte y sé feliz", dio media vuelta y desapareció entre los árboles. La niña se puso en pie, reconfortada y llena de alegría y desandó la montaña a paso firme, segura de lo que hacía y preparada para su nueva vida.Nada más llegar quiso adentrarse en el pequeño bosque y mirarse en sus aguas transparentes, quería saber qué le contaba aquel nuevo reflejo. Acarició los troncos de los árboles, cada pétalo de cada rosa, sintió la hierba en sus pies y saludó a todos los animales que encontró. La gente apenas se percató de su presencia, nadie la observaba maravillado; por primera vez era igual a todos los que le rodeaban. Se sintió aún más feliz si cabía y se dirigió con la sonrisa en el rostro hasta el lago, se sentó en el borde y hundió su mano en el agua. Estaba fresca y aquello le llenó de vida, se refrescó y se inclinó para mirarse.
Si no hubiese sido por las pecas que le bailaban en los cachetes, Marikita jamás podría haberse reconocido en el reflejo que le devolvía el agua. Los rizos que antes de su partida apenas le rozaban los hombros, le caían pesadamente hasta casi la mitad de su espalda; el rostro le había cambiado, sus rasgos estaban más marcados. Se miró las manos y se dio cuenta que habían crecido y que el vestido en el que se había enfundado antes de salir, apenas le servía; sus piernas habían dado un estirón y pudo apreciar que se encontraba más lejos del suelo. ¿Cuándo había ocurrido aquello? Hacía un momento, desde lo alto de la colina no había advertido esos cambios, ¿qué estaba sucediendo? Se sentó junto al agua y estiró sus piernas mientras con los brazos apoyados en la hierba observaba los dedos de sus pies. Intentó recapitular, deshacer todos los pasos que había dado hasta ese descubrimiento. Entonces lo recordó. Aquello era la realidad y solo ésta te mostrará tal y como eres, te guste o no. Rió al darse cuenta que la margarita tenía razón cuando le hablaron de esa palabra que ella no entendió y ésta le aconsejó que no debía preocuparse, pues lo entendería en el mismo momento que la conociera. No le desagradó el cambio y pensó que la realidad no era tan terrible al fin y al cabo. Seguramente su nuevo tamaño, incluso le sería favorecedor.
Echó una rápida ojeada alrededor y observó a las familias que se divertían juntos, a las parejas que paseaban cogidos de la mano, a los niños que jugaban divertidos en un laberinto de columpios; y Marikita sonrío complacida de lo que veía.
Empezaba a oscurecer, pronto todos empezaron a irse y antes de que pudiera darse cuenta se había quedado casi sola en aquel lugar, con apenas luz y el frío cayéndole sobre los hombros.
¿Y ahora qué? Se preguntó mientras la angustia poco a poco le llenaba el corazón.

miércoles, 9 de abril de 2008

La Colina

Una tarde, después de haber andado sin parar y sin la necesidad de hacerlo, se topó con una enorme colina, una pendiente que sabría que no podría cubrir antes de que anocheciera. Así que buscó un buen lugar para pasar la noche y se instaló. Desde su improvisada cama estudió la colina y los posibles atajos que pudiera haber. Justo antes de anochecer, ya casi tuvo listo el itinerario del día siguiente; había divisado varios puntos por los que acortar tiempo, ya que le urgía alcanzar la cima pronto para poder conocer lo que se encontraba al otro lado. Escuchó un aleteo sobre su cabeza y se giró sobresaltada. Sobre una rama se acababa de posar un búho, al que saludó alegremente. El animal la escrutó muy despacio: "Supongo que eres la humana, he escuchado hablar de ti". Se había dirigido a ella bruscamente y Marikita se sintió intimidada, el Búho leyó su reserva y trató de suavizar su trato. "¿A dónde vas, pequeña?". Marikita agradeció la dulzura, que no dejó de ser forzada, y confiada habló de su aventura, le habló de la tarea que debía conocer y llevar a cabo y, finalmente, de cómo había decidido esperar a la mañana siguiente para andar la colina. El Búho volvió a mirarla fijamente, como si quisiera leerle el pensamiento y Marikita no pudo reprimir una risita nerviosa. "Estás muy cerca, Marikita; detrás de esa colina encontrarás la Gran Urbe, tu verdadero hogar, tus semejantes. Enhorabuena". Marikita no hizo nada por evitar sus gritos y saltos de alegría. Por fin había llegado, no podía creerse que al día siguiente ya estaría allí. Casi no pudo dormir y a cada momento hacía preguntas a Búho sobre la Gran Urbe. Cuestiones que Búho, no sin su seriedad habitual, contestaba pacientemente e intentando mentir lo menos posible a la pequeña. Al final, derrotada, durmió profundamente hasta que Despertón bailó sobre su cara. Excitadísima, de un brinco se puso en pie y buscó a Búho para despedirse, quería salir cuanto antes. No le encontró y pensó que se habría ido a dormir al menos dos horas antes. Justo cuando daba los primeros pasos hacia su nueva vida, escuchó su ulular en lo alto del árbol. "Recuerda, Marikita, que en la Gran Urbe sobran distracciones que intentarán alejarte de tu tarea; sé persistente y mantente firme en la ejecución". La niña no entendió casi ninguna de las palabras que le dijo el ave, pero las agradeció educadamente con su mejor sonrisa, le deseó lo mejor y se despidió del animal. Al alcanzar la falda de la montaña miró hacia arriba e intentó recordar el plan que se había trazado la noche anterior. Ayudándose de los salientes de la montaña, trepó los primeros metros dirigiéndose hacia dónde había divisado el atajo. Cuando creyó llegar, se sorprendió al ver que precisamente en ese punto la pendiente se acrecentaba y unos salientes afilados la retaban con furia. Se dio cuenta que de haber subido por el lado opuesto, el que la noche anterior parecía más complicado, habría avanzado mucho más. Un par de horas más tarde superó aquel obstáculo, con brazos y piernas heridos por todos lados, sus manitas tenían miles de cortadas y sus rodillas estaban rojas. Se sentó a descansar sobre una gran roca, tenía sed. Seguía confusa, pues no podía explicarse en qué se había equivocado. "Un fallo de cálculos, solo puede ser eso". Quiso creer que la falta de luz la había engañado la tarde anterior. Volvió a hacer memoria y recordó el segundo tramo; sí, debía volver al otro lado de la colina, por allí pudo ver una gran superficie libre de obstáculos, sin rocas ni recovecos, simplemente subía sin problemas. Allá que se fue Marikita y después de volver al mismo punto volvió a preguntarse qué estaba pasando. Sus ojitos lo habían visto perfectamente, por la parte este de la colina se podía subir sin inconvenientes. Volvió a sentarse en la roca e intentó reorganizarse. Estudió de nuevo la pendiente y muy a su pesar, tuvo que elegir un camino nada fácil, rocoso y por donde salían enredaderas de todos lados y hacía más que complicado el paso. Ella que pretendía dormir en la Gran Urbe esa misma noche, se vio con el atardecer sobre su espalda y tan solo la mitad del camino recorrido. Buscó a alguien a quién preguntar si existía otro camino y cayó en la cuenta de que no se había encontrado con ningún animalito desde que había empezado a escalar. Qué extraño era aquel lugar para Marikita, se hacía de noche y ella nunca había dormido sola, siempre alguien había estado a su lado. Se sentía asustada y volvió a sentir ganas de llorar. Ese día todo había ido mal, había dispuesto sus planes y todo le había salido al revés, se sentía furiosa consigo misma y con todos los animales que la habían dejado sola. Pero estaba tan enfadada que no se permitió llorar, aguantaría y se haría fuerte, aprendería a dormir sola. Pronto dejaría de convivir con animales y plantas y pensó que debía empezar a acostumbrarse a su nuevo modo de vida. Entre protestas y regañadientes se quedó dormida y esa noche, por primera vez en su vida, tuvo un sueño. No era como los que ella creía recordar de su niñez en los que simplemente revivía sus días; ésta vez fue distinto: Marikita estaba sola en el Jardín, no estaba ninguno de sus Amigos-Familia, gritaba y gritaba pero nadie le contestaba, nadie podía escucharla. Corrió a la charca a ver si encontraba a alguien allí, pero cuando se asomó al agua allí no había nadie, ni siquiera su reflejo. Gritó aterrorizada y salió del sueño bruscamente. Se quedó sentada, empapada en sudor y con la respiración agitada. En aquel lugar pasaban las cosas más extrañas del mundo, ¿qué había significado aquello? No podía explicárselo. En medio de sus cavilaciones, Despertón, rabioso como nunca, le picó en los ojos. A pesar de sus frustraciones del día anterior, se llenó la mochila de ilusiones y expectativas y se adentró en el camino de enredaderas. Había comenzado un precioso día, el sol brillaba y calentaba dulcemente, el cielo más azul y brillante que nunca resplandecía sobre ella, el aire puro la acariciaba suavemente y Marikita pudo sentirse viva, como hacía tiempo que no lo hacía. Sonrió satisfecha, se sentía de nuevo reconfortada. Ningún camino rocoso o salvaje le robaría aquella sensación tan purificante que la llenaba por completo. Esta vez, tardó casi toda la mañana en atravesar la maleza y casi alcanzó la cima después del mediodía. Una vez que salió de la maraña verde, descubrió una pequeña cascada, se detuvo junto a ella y se mojó la cara. Bebió del agua cristalina, se refrescó y aprovechó para limpiar sus heridas. Decidió que descansaría al menos una hora en aquel lugar, pues con solo media hora más ya alcanzaría la cima y podía permitirse aquella parada. Se estaba quedando dormida cuando la sobresaltaron unas pisadas al otro lado de la cascada. Una simpática rana se subió a una roca de la orilla y la observó. Marikita se alegró de ver de nuevo a algún animal y poder conversar con él. "Otro humano perdido, ¿cuál ha sido tu fallo de cálculos?". Marikita emocionada preguntó como sabía que ella se había perdido. "Una vez tras otra el humano se empeña en acortar su camino, sin saber que no siempre el tramo más breve es el más fácil, al igual que te ha pasado a ti, ¿no es verdad?". Marikita no salía de su asombro: "¡Es cierto! Pero dime ranita, ¿es que han pasado por aquí otros humanos? ¿Vivió otra persona antes que yo en el Jardín?". La ranita la volvió a observar, esta vez con cierta pena en la mirada. "Joven, continuamente las personas atraviesan colinas como éstas, en todas las partes del mundo; ellos buscan la felicidad, cumplir su tarea. Pero en sus corazones se niegan a comprender que el camino de cada uno es único y debe ser recorrido hasta el final, sin saltarse ni un solo paso, obedeciendo a su destino, pues las dificultades que pueden llegar a encontrarse les harán infelices para siempre, porque no están preparados para ellas". Marikita recordó de inmediato la rabia que había sentido después de haber trepado por el saliente peligroso y al ver que había perdido todo el día solo con media colina. Y que cuando se dejó contagiar por la vida del un día nuevo, todo había cambiado; de repente había descubierto aquella cascada y hasta volvió a ver un animal después de aquellos días. Volvió a mirar a la ranita, para contarle lo que le había ocurrido a ella, pero ésta había desaparecido y Marikita se puso en pie.Con el corazón lleno, empezó a subir los últimos metros. Al llegar, su asombro la sobresaltó, quedó petrificada ante lo que veían sus ojos. Observó palmo a palmo su visión, apenas lo podía creer.

martes, 8 de abril de 2008

El Viaje

Cuando ya contaba con sus deditos los doce años decidió viajar, salir fuera del Jardín-Hogar y conocer otros jardines; se moría de curiosidad por ver los bosques de los que tanto había escuchado hablar. Le hubiese gustado que todas las flores, ardillas, mariposas y libélulas le acompañaran, pero cariñosamente le hicieron comprender aquella tarde que cada ser tiene su lugar y función en el mundo y así como ellos ya cumplían la suya, Marikita debía empezar a comprometerse con su tarea. Tuvieron que consolarla, explicándole que debía esperar hasta su partida, cuando fuese más fuerte y estuviese lista para desvincularse de ellos. Que ninguno de ellos disfrutaba con la idea de su marcha. Les iba a doler muchísimo dejar de verla cada día, jugar con ella, despertarla para ir en busca de frutas, dormirla con una canción de olas o verla reír entre juegos. Marikita lo aceptó y disfrutó cada instante con sus Amigos-Familia, vaciando hasta la última gota de la adrenalina que llenaba sus días felices en el Jardín-Hogar.
Todos se esforzaron en ayudarla a crecer y prepararla para ese día. Lo último que querían es que saliera de allí sufriendo, debía estar lista para enfrentarse a la nueva etapa de su vida. Le hablaron de la Gran Urbe, lugar que se convertiría en cuanto estuviera preparada, en su nueva realidad. Aunque la pequeña no entendió aquella palabra, entre todos intentaron hacérselo entender y que comprendiera lo que significaba a partir de aquel momento, sobre todo cuando llegara a la Urbe.
Aún así, lloró durante toda la noche anterior a su partida, sus ricitos canelos acabaron empapados al despuntar el primer rayo de sol, al que la pequeña Marikita llamaba "Despertón". La noche la había pasado vagando entre recuerdos fugaces de su infancia; la risa con la que compartía juegos, las ganas con las que enfrentaba cada día, el empuje que todos le daban para avanzar pasito a pasito.
La delicada orquídea, que siempre fue una madre para ella, pasó sus pétalos por la carita de la pequeña y la invitó a ponerse en marcha: había llegado la hora. Con los ojos hinchados de tanto lamentar la despedida, fue dedicando unas palabras a todos sus amigos. Llamándoles por el nombre que ella misma les había puesto se despidió con la promesa de volver cuando ya conociera su función en la vida, para contarles todo lo que había conocido fuera. La Maestra Violeta, conteniendo la emoción, le susurró: “Nadie puede decirte quien eres, solo tú puedes descubrir tu propia verdad”. Apenas pudo digerir aquellas palabras, que no alcanzaba a comprender del todo. Entonces, cuando se puso de puntillas para alcanzar la rama en la que se encontraba la familia de ardillas, en medio de un abrazo de todas, pudo escuchar: “Tu amor propio es lo más valioso que llevas contigo, nadie jamás podrá comprarlo”. Cada vez estaba más confusa con las palabras extrañas de todos, no entendía nada de lo que le decían. Continuó despidiéndose con la emoción en la garganta, totalmente desolada. El Saltamontes Tomás, un anciano y sabio del lugar, clavó su mirada en los ojos grises de Marikita. “La vida te regala cada mañana un valioso regalo; no dejes de buscarlo aunque la oscuridad no te permita ver cada nuevo amanecer”. Seguía sin comprender aquellas palabras desconocidas para ella, le hubiese gustado tener más tiempo para que le explicaran con calma lo que querían enseñarle con sus últimos consejos. Apresurada, vio llegar a Perezosa, su amiga la tortuga. Sonrió al verla llegar esforzándose por correr cuanto podía, solo quedaba ella por despedirse de Marikita. “Tu libertad es lo único que te permitirá ser siempre tú misma, de ella depende tu felicidad”. La miró por unos segundos mientras ordenaba todas aquellas ideas en su cabeza, echó una última ojeada a todos y rió porque habían vuelto a hablarle de ese modo extraño con el que siempre pretendían explicarle las cosas de la vida y que ella jamás lograba entender hasta un tiempo después. Se colocó el sombrero de paja, el del lacito celeste, a juego con el vestido de lino, que para ella habían tejido los animalitos para ese día, y lanzando un beso al aire se fue.
Atrás quedaba todo lo que era Marikita. Se había hecho en aquel lugar y todos los seres que habitaban el Jardín le habían aportado cada rasgo de su carácter. Atrás abandonaba la tranquilidad, el calor del hogar, el cariño y la ternura de una familia. Sin saberlo, con aquel beso despedía para siempre el más bello recuerdo, la más inocente etapa de su vida, el cuento de antes de ir a dormir, las ganas de ver ponerse el sol para ver brillar las estrellas, la ilusión de amanecer un día más en medio de aquel lugar.
Todavía le quedaban lágrimas que derramar mientras andaba a paso lento, atravesando llanos y montañas, senderos y recovecos. Por las noches descansaba en las cuevas que para ella ahuecaban las laderas, ofreciéndole frondosas camas con las más tiernas hojas del lugar. Conoció a nuevos amigos y a todos les hablaba de su familia, la única que Marikita había conocido: su familia del jardín. Durante mucho tiempo recorrió nuevos lugares, allá por donde la niña pasaba, todos en el lugar se alborotaban y formaban fiestas y juegos para Marikita. Todos se mostraban encantados con el paso de la niña por sus hogares y se esforzaban por proveerla de todo cuanto pudiera necesitar. Le iban indicando el camino a cada tramo que recorría, porque al no conocer los nuevos bosques y jardines, Marikita se perdía irremediablemente. Pero cuando nadie podía verla, en el silencio de las noches más estrelladas, la pequeña lloraba desconsoladamente. Le gustaba hacer nuevos amigos y contarles sus aventuras a lo largo del viaje que había emprendido hacía varios años, pero no podía olvidarse de ellos. Desde que había salido no había dejado de recordarles con dolor, cuánto más triste se sentía, más difícil se le hacía la travesía, más profundos y peligrosos se hacían los caminos, más largas y pesadas las subidas; su bajo estado de ánimo hizo que en algún momento llegara a arrepentirse de salir del Jardín-Hogar.Una de esas noches en las que lloraba sin parar, recordaba a toda velocidad todos y cada uno de los momentos que había vivido en el jardín. Fue entonces cuando, de repente, las lágrimas dejaron de brotar bruscamente sobre sus mejillas. Marikita recordó las palabras de Rosaura, la rosa rosa, cuando le explicó que las flores necesitaban mantener siempre su cuerpo lleno de agua, ya que de lo contrario, morirían; recordó que era por eso por lo que nunca vio a una flor llorar, ellas no podían hacerlo ni tampoco querían; siempre que el agua las alimentara podían mantener vivos sus colores y su aroma. "Una bonita flor nunca tiene motivos para llorar, Marikita", le contaban entre todas. Y ella, que sabía que el agua que la mantenía con vida eran sus recuerdos, secó completamente sus lágrimas. Recordando las palabras de sus amigas, concluyó que solo conservaría las cosas buenas, las de las risas y los juegos, las de las tardes en el estanque con los narcisos jugando a qué reflejo era el mas bello; aquellos recuerdos la mantendrían a salvo y ella lo sabía. Manteniendo en su corazón a todos sus amigos y solamente los momentos felices, sería bella como las rosas y desaparecerían todos los motivos para llorar.
Durmió toda la noche y al despertar se sintió reconfortada y descansada por primera vez desde que había salido del jardín. Se despidió de los amigos del lugar y emprendió la marcha a paso ligero, se sentía llena de vida, sus pulmones llenos de aire, su cabeza libre de todo pensamiento, sus pies ligeros como la brisa que le acariciaba la cara... estaba feliz. Allá por donde pasaba, los colores brillaban más que nunca y podía apreciar la presencia de determinadas flores a una distancia bastante considerable; los animales le parecían atentos y cariñosos y agradecía profundamente sus atenciones. No podía parar de sonreír. A medida que avanzaba, el paisaje se hacía más bello y más colorido. Incluso el camino se había hecho ligero y donde estuviera, sentía que estaba cerca de su hogar. Naturalmente, su sonrisa no desapareció ni un solo instante y ya no volvió a ver tramos peligrosos o difíciles, ni subidas pesadas e interminables.

lunes, 7 de abril de 2008

El Génesis de Marikita Linda

Vino al mundo una agradable tarde de mayo. El mes de las flores le adornó una graciosa cuna de amapolas y tulipanes. La primera vez que abrió los ojos al mundo una sonrisa se dibujó en su cara; le gustó mirar el cielo limpio y azul, sentir en su espalda el tacto de la hierba fresca, oler el aroma de todas aquellas flores que le rodeaban. Aunque solo era un bebé, supo en ese mismo instante que sería algo en la vida, como una preciosa perla que aún en desde su concha-cuna sabe que algún día hará feliz a alguien. Se desperezó y dejó pasar los años, lentamente, al paso de las horas con sus minutos y sus segundos; miró el paseo de las nubes y los dibujos que hacían para ella sobre el techo de su casa, rió con cada flor que se abría y daba vida a una nueva compañía y lloró con cada marchitar de sus amigos. Marikita hablaba sin parar, nunca supo como aprendió, pero le gustaba conversar con todos los seres que le rodeaban y aprender de ellos las más valiosas lecciones que le habrían de guiar en el largo camino de su vida. Les hablaba de las cosas que aprendería, las personas que conocería y los momentos en que sería feliz; les hablaba de los libros que leería y del placer que sentiría cuando pudiera reír a carcajadas o sentir el agua del mar refrescándola las calurosas tardes de agosto. Porque sin saber como, había descubierto que fuera del hogar, el rocío de las mañanas no mantenía fresca la hierba durante el día, porque fuera, ni siquiera había hierba. La pequeña Marikita siempre supo que era distinta, que ella nada tenía que ver con el resto de sus Amigos-Familia. Ella no se marchitaba, ni abría sus pétalos, ni giraba en dirección al sol y ni siquiera tenía hojas; tampoco contaba con las pequeñas alitas de los insectos, ni aquellas antenas con las que se guiaban. Marikita andaba sobre sus dos piernas y con los dedos de sus manos podía hacer cualquier tipo de virguería; crecía al paso de los días y su aspecto cambiaba por años, su castaña melena crecía rápidamente y su delicada piel no le cubría del frío al caer la noche. Pero nunca ninguno de ellos hizo alarde de aquellas diferencias y la trataron como una más, advirtieron sus necesidades y trataron de cubrirlas en la medida de sus posibilidades: si Marikita tenía frío, las golondrinas y las ardillas se encargaban de recoger y tejer prenditas de algodón; si tenía hambre, los conejos y las abejas iban en busca de su rica miel y de sabrosos frutos, almendras, nueces y todo tipo de alimentos que podían encontrarse en el Jardín-Hogar. Nunca le faltó de nada y la pequeña Marikita nunca echó en falta una familia de verdad ni una cena caliente ni una cama cómoda y confortable... quizá fuese porque ella nunca conoció ninguno de esos placeres comunes. Una de esas tardes en las que el sol parecía no querer irse, la pequeña preguntó porque todos la llamaban Marikita, porque había escuchado hablar de aquellos animalitos pero nunca había podido conocerlos. La bella violeta, a la que la niña llamaba Maestra, por los grandes conocimientos que le infundaba, le contó que el día anterior a su llegada al jardín-hogar, en el mismo lugar en el que ella apareció, repentinamente se asentaron miles de millones de mariquitas y permanecieron allí durante todo un día, revoloteando en el mismo lugar y jugando unas con otras. La misma mañana de la llegada de la niña, levantaron el vuelo y desaparecieron para siempre del lugar; cuando los animales se acercaron al espacio que habían ocupado preguntándose que podía haber pasado para que se diera aquel extraño fenómeno, asombrados contemplaron por largo rato lo que la huella de sus cuerpecitos había dibujado sobre la hierba. Curiosa, preguntó insistente qué era lo que habían encontrado los animales. "Habían acomodado una confortable cuna", le contó con una media sonrisa la Maestra Violeta. “Sobre la hierba fresca, sus cuerpos habían creado una diminuta camita, en medio de las flores más bellas y coloridas de la primavera.” El resto de la mañana, todos en el jardín andaron revueltos comentando lo sucedido y buscando explicación a aquella cuna en el jardín. Al volver por la tarde de nuevo, encontraron a Marikita, dulcemente adormecida, con la luz de la vida irradiando a su alrededor.
Marikita sonrió al conocer la historia de su nombre y pensó que no por casualidad había encontrado aquellas pecas debajo de sus ojos el día que jugaba con los colibríes a las carreras de sapos sobre nenúfares y se vio reflejada en el agua.
Vivió y creció feliz en el jardín. Su infancia estuvo colmada de amor, ternura, cuidados y atenciones; llena de juegos, diversión, risas y buenos momentos. Cada día que pasaba, su mundo crecía ante sus ojos. Nuevos colores, nuevos aromas, nuevos amigos. Aprendió a amar todo cuanto le rodeaba, a entender la singularidad de cada ser con el que convivía, a aceptar las diferencias que la hacían única. Se dejó enseñar y cultivó el respeto y la tolerancia, la bondad y la honestidad; se esforzó por ayudar siempre que su condición lo exigía y aportó todo cuanto poseía innatamente. Regaló sonrisas y dicha en cada uno de sus días y se llenó generosamente de cada chispa de vida que se le ofrecía. Todo el vocabulario que conocía se apoyaba en el color de las melodías que cantaban los pajarillos o en el sonido que producían las texturas de los pétalos y todo lo que crecía en el Jardín. Del mundo tan sólo le bastaba conocer el efecto de las fases de la luna sobre el mar, la llegada de cada momento del día según el movimiento de los girasoles o qué estación anunciaban las distintas formas de lluvia, el color de las hojas de los árboles, el nacimiento de determinadas florecillas o las tristes despedidas de grandes familias de aves.
Pero Marikita sentía un vacío muy dentro de ella, allá donde nunca había asomado su curiosidad. Comenzó por ser un diminuto agujerito que surgió en su interior como una rasgadura en el cascarón de un pollito que rompe para salir a la vida. Algo se movió en ella en el momento menos pensado y le sacudió el alma. El huequecito se había abierto paso en silencio, lentamente; pero la incertidumbre le había inundado el corazón de repente. Al no verlo llegar, dejó que se instalara a sus anchas y pronto empezó a perder el sueño y la alegría en los mejores momentos de sus días, casi inexplicablemente. El agujero empezó a romper más profundamente y ya casi tenía el tamaño de su mano abierta. Comenzó a dolerle aquel vacío y el daño que le producía le resultaba incómodo e inquietante. Marikita, en silencio, temía perder su sonrisa para siempre. Una de esas tardes que presagiaba la llegada de las “hojas al viento”, como Marikita llamaba a la estación de la vejez, se había refugiado tras un arbusto mientras todos jugaban, despidiendo las calurosas tardes que se apresuraban en extinguirse. La niña lloraba evitando ser descubierta; lamentaba el sentimiento que la abordaba día y noche, la tristeza que la embargaba y la angustia que la desolaba continuamente. ¿Qué podía ser aquello que faltaba en su interior? Estaba convencida que era feliz, que poseía todo cuanto podría desear. Sigilosamente, fue acercándose una tímida abeja, presumiendo que su zumbido la delataría. Marikita se sobresaltó y trató de secar sus lágrimas apresuradamente; quizá no la hubiese visto llorar. “¿Sucede algo, Marikita?”, preguntó tierna, su amiga bicolor. “Claro que no, es solo que me ha saltado polen a los ojos y esperaba a que la brisa me calmara el picor”. La abeja Virginia, entendió la incomodidad de la niña y prefirió no presionarla. “Es cierto, el polen a veces provoca mucho dolor. Tanto, que es preciso soltar algunas lágrimas para que salga del todo y deje de hacernos daño”. Marikita la observó confusa; ¿qué había querido decir con eso de las lágrimas? ¿Acaso había llegado a verla llorar? Leyendo su expresión, Virginia continuó.
“Es solo polen, Marikita. Un polvito que debemos expulsar cuanto antes para que no nos haga heridas mayores. ¿Quieres contarme como te entró a ti ese polen en los ojos?”. Marikita comprendió de inmediato y le habló angustiada de su agujero, del daño que le estaba provocando a medida que crecía en su interior y que aún le hería más no poder saber de dónde venía. La abeja, experimentada en sufrimientos, la miró a los ojos con severidad, quizá buscando las palabras con las que dirigirse a la niña con la mayor dulzura y tacto posibles. “Verás, pequeña, después de todo el tiempo que llevas con nosotros has llegado a conocernos a todos y cada uno de los seres que habitamos aquí desde hace años y años. Ya sabes que la hierba espera paciente la llegada del rocío para empaparse y crecer fuerte y sana, para poder acoger amablemente a cada insecto que desee hacer en ella su hogar; incluso se encarga de crecer suave para que te haga cosquillas en los pies al andar sobre ella. Conoces de sobra como las flores producen el polen y están provistas de sus bellos colores y sabrosos aromas para atraernos a nosotras, las abejas, para recogerlo y tener nuestro alimento. Has descubierto como hasta los divertidos peces con los que juegas en la charca han servido de alimento para animales mayores y que éstos a su vez ayudan a los más pequeños a alcanzar los frutos de las partes más altas de los árboles. Esto de lo que te hablo, es la vida Marikita. Y creo que ha llegado la hora de que conozcas cual es tu lugar, cual es la función que tú debes desempeñar en el Gran Universo”. Marikita la observaba llena de confusión; se había absorto tanto en las palabras de su amiga que no advirtió como poco a poco fueron acercándose todos los animales hasta el arbusto. “¿Mi función? ¿Mi lugar? No entiendo qué me quieres decir”. La abeja intentó hacerle comprender, lo más dulcemente que precisaba la tarea de hacerle entender, quizá la lección más importante de su vida. “Verás Marikita, nosotros somos animales y plantas, por eso vivimos y crecemos de forma natural en el medio ambiente, en el mundo de la flora y la fauna, nuestro hábitat; tu eres humana y como tal, perteneces a otro mundo, el de tus semejantes, un lugar donde tus necesidades y exigencias son cubiertas de manera natural. Este lugar es llamado Gran Urbe y allá podrás conocer y convivir con otras personas y solo en ese lugar podrás conocer cual es tu función en la vida”. Marikita empezaba a vislumbrar la intención de aquellas palabras y se batía entre la negación y el miedo. “¿Pero cual es esa función? ¿Qué tarea puede ser?”. No podía comprender hasta donde quería llegar el animalillo. “Nosotros no lo podemos saber y hasta que llegues allí tu tampoco la podrás descubrir, pero no olvides que hagas lo que hagas en la Gran Urbe, siempre debe hacerte feliz”. Marikita comprendió y bajó la mirada con la tristeza dibujada en su rostro. “¿Ya no debo estar más aquí, con ustedes? ¿Quieren que me marche a otro lugar?”, casi gimió la niña a punto de llorar.