jueves, 30 de octubre de 2008

El Amor Es Siempre Bello

Valentín pasó los últimos días de un lado para otro de la Gran Urbe haciendo reservas y rellenando y firmando cientos de documentos. Estaba realmente contento y orgulloso de sí mismo. También le dolía dejar a su familia y a sus amigas, pero debía hacerlo y estaba dispuesto a sacrificarlo todo por cumplir sus objetivos. Nunca, nada ni nadie le frenaría ninguno de los pasos que diera en la vida. Había aprendido la mayor lección de su vida, Marikita le había enseñado a ser libre y nunca olvidaría cuanto le había ayudado la llegada de aquella delicada muchacha a su vida.
La cena estaba planeada para la noche anterior a la partida de Valentín. Su padre y su hermano también asistirían; sería en casa de Marikita. Era la más grande y podrían cenar todos con comodidad. Era sábado y desde por la mañana, Marikita y Flor habían estado preparándolo todo. Cocinaron varios platos y una amplia variedad de aperitivos; prepararon zumos de frutas y una gran tarta de chocolate; además, Flor preparó algunos postres más porque sabía que eran los favoritos de Valentín. Marikita, llenó su casa de globos de colores y las flores inundaron todo el espacio.
Querían que aquella noche fuera perfecta e inolvidable para Valentín y pusieron todo de su parte para que jamás se olvidara de ellas. Cuando encontraron un momento mientras preparaban todo, Flor y Marikita se sentaron en los ventanales a tomar un descanso. Flor la veía cada vez más triste, aunque había puesto toda su ilusión en aquella despedida. Marikita le contó que pensaba decírselo esa misma noche, no iba a dejarlo marchar sin contarle lo que sentía. Era justo que lo supiera y que ella se sincerara. Flor no estaba conforme con aquella decisión, pero la respetó no sin antes advertirle lo que arriesgaba al hacerlo. Pero a Marikita no le importaba lo que él pudiera decirle, ya sabía lo que Valentín sentía por ella y nada la podía sorprender.
Puntual, llegó Valentín acompañado de su familia. Flor y Marikita pudieron advertir la nostalgia que ensombreció los ojos del padre y el hermano de Valentín, cuando al abrir la puerta, el aroma de todas las flores de la casa se escaparon por ella empapando los recuerdos de los recién llegados.
Tras las presentaciones, sentados a la mesa disfrutaron de los deliciosos aperitivos mientras Valentín les ponía al día sobre todas las gestiones que había hecho en las últimas horas. Al día siguiente, a esa misma hora, estaría despidiendo a la Gran Urbe.
La cena transcurrió tranquila y amena; la familia de Valentín era sencilla y humilde. Se les veía apenados por la partida del muchacho, pero no podían ocultar su orgullo por él. Cenaron tranquilamente, saboreando todos los platos que habían preparado ellas con todo el amor del mundo. Todos parecían contentos, a gusto, cómodos alrededor de la mesa y al calor de una conversación agradable y familiar. A todos les unía el sentimiento de pérdida que podían revivir en ese momento. Ya habían perdido a alguien importante y esencial en sus vidas y ahora perdían a Valentín; el hijo, el amigo, el hermano.
Después de la tarta y algunos de los postres, Valentín fue hasta la cocina a coger otra jarra de zumo de frutas; Marikita fue tras él, con la excusa de ayudarle. Una vez a solas abordó el tema sin miramientos, preguntándole si estaba ilusionado por su partida; Valentín le respondió con una gran sonrisa mostrándole las ganas que tenía de empezar esa nueva etapa de su vida, la ilusión que le hacía aprender y conocer lugares nuevos. Marikita le miró fijamente a los ojos, era el momento. Valentín le sostuvo la mirada transmitiéndole la intensidad de sus sentimientos, de su alegría, de la ilusión con la que se enfrentaba a todo lo que le esperaba.
Aquella mirada desarmó a Marikita; aquella fuerza que despedían los ojos de Valentín la dejaron desprotegida. Entonces, mirándole fijamente, de pronto entendió que no podía hacerle aquello. No podía interferir en la decisión de Valentín. Era una oportunidad única para él, era su sueño y el de su madre. No podía acabar con aquello solo porque se había enamorado de él. No podía dejarle marchar haciéndole sentir mal por no corresponderla, estropeándole el mejor momento de su vida.
- Me alegro mucho por ti, Valentín. No dejes de crecer y aprender, – bajó la mirada y casi le susurró - te echaré de menos.
Valentín la abrazó emocionado; él también la echaría muchísimo de menos. Necesitaba la presencia en su vida de alguien como ella. Nunca la olvidaría, había hecho tanto por él que dudaba volver a encontrar a alguien así; le honraba haberla conocido, aunque ahora se separaran nunca dejarían de estar unidos. Valentín no ignoraba lo sentimientos de Marikita; después de aquella conversación con Flor sobre ella, pasó mucho tiempo dando vueltas a lo que pretendía Flor con ello; días después, cuando fue a contarle a Marikita la gran noticia advirtió que la angustia la había paralizado y pudo leer el miedo en sus ojos. Entonces comprendió que los sentimientos de su amiga iban más allá de una fuerte amistad, ella sentía algo que él dudaba poder experimentar hacia ella. Le dolía profundamente herir de alguna manera a Marikita; a ella que le había enseñado a ser feliz, libre, humano; a ella que sin lugar a dudas lo quería de la manera más sencilla, sana y transparente; a ella que menos que nadie merecía sufrir. Respetó que Marikita nunca sacara el tema y prefirió que fuera así; se daría una situación incómoda para ambos y no había necesidad. Pero él, donde quiera que estuviese, siempre conservaría el amor que Marikita le había entregado. Le quería sin ser correspondida, sin miedo, sin barreras y sin límites. Y sabía que nunca conocería el amor de esa manera en ninguna otra persona. Ella podría confesarle lo que sentía y egoístamente hacer que se quedara o que se marchara pensando que le había hecho daño; pero el egoísmo le quedaba grande a Marikita, ella jamás haría algo así. Por eso la admiraba de aquella manera, había encontrado a una persona especial y única y jamás la olvidaría.
Flor durmió ese día con Marikita, no quería dejarla sola. A la mañana siguiente debían acabar el ramo que le iban a regalar y por la tarde irían a despedirle al muelle. Marikita evitaba pensar en el momento de la despedida, algo en su interior le gritaba que le diría adiós para siempre y aquella idea la entristecía.


La despedida, tal como había intuido, fue el momento más triste al que se había enfrentado en la Gran Urbe. Empezaba a comprender que los peores momentos de su vida se verían lamentablemente unidos a un adiós no deseado. Primero su familia y su hogar, ahora Valentín. Viéndolo alejarse en el barco, sentía como su corazón y los más bellos sentimientos que habían anidado en él desde que lo había conocido empezaban a arrugarse, encogiendo su alma. Permaneció allí, quieta y en silencio, mirando con los ojos inundados de lágrimas el punto exacto por donde había desaparecido Valentín. Aún no podía creerlo; se había ido realmente y ya no había nada que hacer. Una lágrima se deslizó por su mejilla y cerrando los ojos le recordó como la primera vez que le escuchó hablar, las tardes de meriendas y paseos, las charlas infinitas en el parque sobre flores y aromas. Pudo sonreír en su corazón y abriendo los ojos, dio media vuelta y dejó el muelle atrás a paso lento.
Flor había insistido en acompañarla a casa y volver a quedarse con ella, pero Marikita quería estar sola, necesitaba de su soledad para poner en orden sus sentimientos. Había vivido demasiadas cosas en muy poco tiempo y se sentía el corazón atribulado y desordenado, pero sobre todo, dañado.
Al llegar a casa cerró los ojos y pudo sentir la presencia de Valentín aún allí; pudo respirar el último rastro de su perfume aún en el aire y le echó de menos. Se dio una ducha y con el pijama puesto, se preparó un té. Se lo sirvió y fue hasta los ventanales, era el lugar donde más necesitaba estar en ese momento. Al calor de la taza hirviendo y a la luz de una luna llena bella y radiante, dejó que sus pensamientos la llevaran hasta su verdad.
Quizá Flor tuviera razón cuando le decía que realmente lo que sentía no era más que afinidad y empatía, pero si fuera así no sentiría el dolor que le había dejado su partida. Realmente le quería, sentía mucho más de lo que sentía él, pero no podía decir que estaba enamorada pues no conocía ese sentimiento. Le gustaba de Valentín su sencillez, su fuerza, sus ideas firmes y claras y sobre todo, su amor a las flores. Valentín no tenía miedo a nada ni nadie, no le gustaba destacar entre los demás y su mayor virtud era que hacía lo que quería siempre que le apetecía. Ni él mismo conocía sus propias cualidades hasta que la misma Marikita se las hizo ver, y esto le hizo afianzar aún más sus ideas e ideales, sus verdades y principios. Y por eso le gustaba, porque se dejaba enseñar sin orgullo ni prepotencia, porque realmente amaba aprender. Valentín era una persona maravillosa y Marikita jamás podría arrepentirse de sentir tanto amor por él, no le guardaba rencor ni estaba enfadada con él por no corresponderle. Ella estaba segura que jamás le pesaría haberle querido de aquella manera, pues había experimentado un amor puro e inocente que nunca volvería a sentir. Se sentía afortunada por haber sido capaz de querer a alguien libremente, sin obligaciones, sin culpas; con generosidad, con transparencia, con gratitud. Su amor por él siempre la acompañaría, sabía que cuando todos esos sentimientos maduraran y crecieran con ella, la harían fuerte. Si algo había aprendido en la vida Marikita era que solo el amor es capaz de hacer posibles los imposibles. En ese instante, Marikita aprendió una nueva lección: el amor siempre es bello; cuando sufrimos por amor lo único que estamos haciendo es valorarlo aún más, madurando nuestros sentimientos y aprendiendo del dolor. Por muy dañado que esté tu corazón, siempre algo o alguien volverá a hacer saltar la chispa del amor dentro de ti.
Por muy grande que sea tu herida, al final acabará cicatrizando, hagas lo que hagas cerrará, siempre. Y así lo haría Marikita. Le dolía haberse separado de Valentín, pero sabía que algún día su sufrimiento se vería recompensado, que sus sentimientos algún día serían correspondidos por alguien. Y supo sin lugar a dudas que al haber aprendido esto, se encontraba un poco más cerca de conocer su función. La sonrisa que mostró a la luna fue la más feliz en mucho tiempo.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Cuando Los Sentimientos Duelen

Cuando Marikita y Flor conocieron la historia de Valentín quedaron impresionadas por la tristeza y la emoción con que él la había contado; Marikita podía sentir todo lo que describía Valentín como si lo hubiese vivido en primera persona, y en ese instante le empezó a querer con un cariño y transparencia que Valentín no había recibido antes. Flor, por su parte, no pudo evitar identificarse con aquel sufrimiento, con aquella terrible pérdida, y su entrega hacia el muchacho fue incondicional a partir de ese momento.
Con el paso de las semanas que siguieron a la cita del parque, la confianza entre Marikita y Valentín fue haciéndose cada vez más intensa. Para Marikita, su chico de las flores representaba todo cuanto había anhelado de su hogar; en cierto modo, él podía entenderla, pues ambos guardaban esos sentimientos de añoranza y nostalgia por un mundo que en la Gran Urbe había quedado relegado al plano de las compras y las ventas, donde ninguna de las transacciones que se realizaban en las floristerías, incluían el pago por la belleza, la sencillez, la dulzura y la vida que podían transmitir aquellas flores. La importancia que para ellos éstas poseían iba más allá de lo físico, alcanzando un plano superior; el de los sentimientos más profundos nacidos en el calor de un hogar y a partir del cariño, la ternura y la comprensión que era capaz de dar una familia; sentimientos que nacen apoyados en la sinceridad y confianza que siempre ofrecen los seres queridos y crecen con la fiel ayuda de las más valiosas lecciones de humanidad, respeto y honestidad hacia el mundo que nos rodea. Con estos valores atesorados en su corazón, Valentín y Marikita sabían que nunca estarían solos aunque les faltara esa familia que tanto les había dado y éstos, desde donde estuviesen se encargarían de mantenerles siempre fieles a sí mismos.
Marikita admiraba aquella fuerza que tenía Valentín, sus ganas por salir adelante y luchar por un sueño que había hecho suyo. Y él admiraba de Marikita sus ganas de vivir, su constancia, su afán de superación, la mirada con que veía el mundo; valoraba que Marikita era feliz con lo que tenía, aunque para ello hubiese perdido mucho más, pero siempre estaba agradecida y feliz, su sonrisa jamás desaparecía y dijera lo que dijese, aquella paz que transmitían sus palabras y hasta su tono de voz hacían ver que todo iría bien, que jamás pasaría nada malo. Y Valentín, que hasta el momento en que la conoció vivía únicamente por y para sus estudios, sin mirar a su alrededor y disfrutar de cuanto más podía enseñarle el mundo real que aquellos libros, conocer a Marikita fue como un jarro de agua helada que le caía por la espalda. Su vida y su modo de verla comenzaron a cambiar radicalmente; comenzó a pasar más tiempo con su padre y su hermano el lugar de estar siempre encerrado entre sus libros, se acercaba varios días a la semana a la floristería y compraba todo tipo de flores con las que llenaba su casa y alegraba sus días, empezó a mirar a su alrededor como nunca antes lo había hecho y de pronto el sol brilló con más intensidad cegando sus miedos y temores, la lluvia limpió y arrastró los errores y los fracasos y la luna iluminó sus noches de soledad y oscuridad.
Cada día que pasaba, Marikita se sentía más unida a él en todos los sentidos y Valentín dejaba aumentar su admiración por ella. Marikita dejó que aquella empatía que sentía con él creciera sin límites, pues lo que guardaba en el fondo de su corazón era el sentimiento más bello, puro y sincero que había sentido jamás. No esperaba que Valentín sintiera lo mismo por ella, porque el simple hecho de llevar consigo ese cariño y amor desde que abría los ojos en un nuevo día y que podía sentir incluso cuando dormía, la hacía inmensamente feliz y eso le bastaba.
Flor reconoció aquel brillo en la mirada de Marikita y se sintió orgullosa de ella. Pero por más que lo buscó en los ojos de Valentín nunca lo encontró. La angustia se le instaló en el corazón y lamentaba el sufrimiento que Marikita, su niña, podía llegar a sentir si llegaba a reconocer sus propios sentimientos. Cada mañana cuando la veía llegar a la floristería vistiendo su mejor sonrisa y con aquel brillo bailándole en sus grandes ojos grises, algo dentro de Flor se movía y la inquietaba profundamente.
Una mañana que Marikita salió a comprar algo para desayunar, llegó Valentín a la floristería.
- Valentín, creo que deberíamos hablar.
- Claro que sí, ¿pasa algo? ¿Estás bien? ¿Le pasa algo a Marikita?
- Todo está bien, no te preocupes. Es sobre ti y… Marikita.
Valentín, confuso, la miró extrañado pensando que quizás hubiese dicho o hecho algo que hubiese podido molestar a su amiga. Sin darle tiempo a preguntar, Flor siguió hablando.
- Sabes que quiero a Marikita como si fuera mi propia hija y por nada del mundo me gustaría que sufriera – Valentín asintió confirmando sus sospechas y Flor continuó -. Supongo que tú también has empezado a quererla, así que tengo que pedirte que seas completamente sincero conmigo.
- Por supuesto Flor, haría lo que fuese por que Marikita no sufriera y si ello está en mi mano cuenta conmigo, por favor. He hecho algo que le ha molestado, ¿verdad? Siempre me pasa igual, no me doy cuenta hasta que es tarde. Soy un inconsciente muchas veces. Lo siento.
- Necesito que me hables de ella.
La confusión aumentó en Valentín, que no llegó a entender lo que le pedía Flor. Aún así, lo hizo, pues confiaba totalmente en ella y realmente quería que Marikita no sufriera. Aunque no entendía en que podía ayudarla hablándole a Flor sobre ella, le contó cuanto la admiraba y la valoraba; le explicó que era sin duda el ser más humano que había conocido, que adoraba su forma de hablar y de hacerle sentir que todo estaba bien, ese modo en que siempre sonreía a pesar de todo, su transparencia y bondad, los valores que defendía y que la hacían única y especial. Finalmente le confesó que Marikita había marcado un antes y un después en su vida, que incluso había llegado a aceptar la muerte de su madre y había comprendido con su ayuda el modo en que siempre estaría con él, a través de sus flores, que su madre nunca le dejaría solo. Por último, le habló de su intención de contar siempre con ella y que no quería perder nunca aquella amistad que habían construido juntos.
A medida que Valentín hablaba, el corazón de Flor fue rompiéndose poco a poco, cayendo a pedacitos sobre el suelo. Sabía que no había nada más en los ojos de Valentín, pero al escucharlo, confirmó sus temores y quedó destrozada. Marikita iba a sufrir mucho y ella no sabía como iba a evitarlo.
El chico de las flores se despidió deseando poder haber ayudado a su amiga y salió de la tienda. Flor no sabía qué hacer ni qué pensar. ¿Se lo debía contar a Marikita? ¿O debería dejar que fuese ella la que lo averiguara? De todos modos, no dejaría de estar a su lado, apoyándola. Sus pensamientos quedaron interrumpidos, pues la niña llegaba con una bandeja de bollos y magdalenas. Con su alegría particular comenzó a hablar sin parar mientras Flor la observaba con lástima y sumamente triste. No podía contarle nada, dejaría las cosas fluir, no quería interponerse en los hechos.


Una semana más tarde, Valentín visitó a Marikita en su piso. Tenía que contarle algo muy importante. Ella se emocionó y llenó su corazón de alegría y risas. Sentados en los almohadones, Valentín tomó las manos de Marikita entre las suyas, la miró fijamente a los ojos y respiró hondo.
- Me han concedido la matrícula de honor, Marikita. Podré cursar estudios superiores fuera de la Gran Urbe. Y todo gracias a ti, muchísimas gracias.
La miró con una gran sonrisa y la expectación en su rostro, esperando la respuesta de su amiga y poder compartir juntos la mejor noticia que podía recibir. Marikita quedó petrificada. Había conseguido su matrícula, era lo que más deseaba que le ocurriera, pero ¿fuera de la Gran Urbe? ¿Significaba eso que se iría? Tuvo que recuperar el aliento y forzarse a mostrar una amplia sonrisa, mientras intentaba ocultar la decepción y la tristeza.
- Vaya, me alegro mucho por ti, de veras. Te lo mereces, has trabajado mucho para conseguirlo. El mérito es tuyo, yo no te he conseguido esa matrícula.
Se sonrieron y Valentín la abrazó con fuerza. Estaba realmente contento y Marikita era la primera persona a la que daba la noticia. La buena noticia le tenía tan fuera de sí que no advirtió la decepción y la confusión que había en el tono de voz de Marikita.
- Ahora tengo que darles la noticia a mi padre y a mi hermano. No te imaginas cuánto se alegraran. A partir de ahora tengo muchas cosas que hacer. Me voy a vivir fuera, pero tendrás que visitarme a menudo. Y Flor, claro. Verás cuando se entere, se pondrá muy contenta también, ella sabía lo importante que era para mí.
Marikita asentía, con la sonrisa adornándole sin sentimiento alguno el rostro. Valentín no paraba de hablar y de sonreír. Se iría de la Gran Urbe y aún no sabía cuando volvería. Aquella noticia estaba destrozando a Marikita. Ahora se daba cuenta de lo que realmente sentía por él; le quería tanto que no podría pasar tanto tiempo lejos de él. Valentín debía saber que le quería, que sentía un amor tan fuerte que ni la distancia podría romper jamás. Quería gritarle que no se fuera, que no lo soportaría y que le amaba con todas sus fuerzas; pero sus labios no se movieron más que para agrandar su sonrisa y las palabras quedaron ahogadas dentro de ella sin poder remediarlo.
- Estudiaré botánica. Era la única ilusión de mi madre, ella se sentirá orgullosa. Sabe que lo hago por ella y por cumplir un sueño que la enfermedad no le permitió alcanzar. Aprenderé todo lo que ella no pudo enseñarme e incluso aprenderé todo lo que ella no llegó a conocer. Estudiaré y aprenderé por los dos y dedicaré mi vida a las flores, como ella hizo siempre.
- Me alegro mucho por ti Valentín. Eso que estás haciendo es muy bonito. Estoy segura que desde donde está tu madre, ahora mismo está sonriendo. Realmente te admiro.
- Te admiro yo a ti, Marikita. Porque tú has hecho que esto sea posible. Si nunca te hubiese conocido, no habría podido lograrlo. Tú siempre has estado a mi lado, apoyándome y animándome. Me has enseñado a luchar sin dejar que los tropiezos me frenen en mis propósitos. Sin ti, hace mucho tiempo que habría abandonado. ¡He aprendido tanto de ti!
La angustia de Marikita crecía en su interior, con cada palabra de Valentín. Sinceramente se alegraba mucho por él, sabía cuanto significaba aquello. Pero no quería perderle, no quería que se fuera de la Gran Urbe y que dejara de visitarla en la floristería ni de pasear juntos por el parque los sábados por la tarde. No quería perderle a él también.
Como era de esperar, Flor se alegró por Valentín y se le ocurrió la idea de salir a cenar antes de que se marchase, para despedirle. Solo con ver la cara de Marikita cuando llegó a la floristería después de recibir la noticia la noche anterior, supo que algo había ocurrido. Pero no pudo predecir que se trataba de una noticia tan importante. La mujer se alegraba profundamente por Valentín, merecía ser feliz y conseguir aquello que se proponía; pero Marikita, su niña-flor, estaba sufriendo mucho y no lo merecía. Era una situación demasiado delicada, su posición era complicada. Les quería como a sus propios hijos, pero ¿qué debía hacer una madre cuando la felicidad de unos de sus hijos suponía desdicha y el dolor de otro de ellos? Realmente estaba dispuesta hacer lo que fuese por que Marikita no sufriera, para que pudiese superar cuanto antes aquella situación. Pero no podía evitar sentirse orgullosa por Valentín, pues había logrado algo único y exclusivo; una oportunidad que no todos en la Gran Urbe tenían. Cumpliría su sueño y el de su madre; merecía aquello sin lugar a dudas.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Compartiendo Un Sueño

El día esperado llegó a la mañana siguiente. A primera hora, mientras Marikita y Flor aún estaban limpiando y regando las flores, la puerta se abrió y apareció él. La sorpresa se dibujó en sus rostros y las palabras sobraron. Durante unos segundos, mientras el chico se recomponía de aquel aluvión aromático, mantuvieron silencio.
- Buenos días.
- Buenos días muchachito. Te esperábamos desde hacía varios días. Has tenido suerte, precisamente terminé tu ramo anoche.
- ¿De verdad? Pensé que ya estría más que estropeado, lo siento de veras. Pero tengo una buena explicación.
Flor le sonrió y fue a buscar el ramo a toda prisa. De nuevo Marikita se había quedado muda, aquel brillo estaba de nuevo en la mirada del chico. ¡Cuánto se identificaba con él! Lo observaba embelesada, con la regadera en la mano y sin poder apartar la vista de él.
El joven, intimidado por el silencio y los ojos de Marikita sobre él, se distrajo paseando por la tienda y oliendo algunas flores.
- ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?
La pregunta la cogió por sorpresa y volvió bruscamente a la realidad.
- Sí, pues… no, en realidad no. Llevo algunos meses, desde que llegué a la Gran Urbe, prácticamente.
- ¿Ah si? ¿De dónde eres?
- Pues vengo del Jar…
- Ya estoy aquí. Ten, tu ramo. ¿Te gusta?
Flor apareció en la tienda y la conversación quedó suspendida en el aire, absorbida por el torrente de luz y color que Flor traía entre sus brazos. El chico abrió los ojos y su cara se iluminó, no cabía más emoción en su rostro. Cogió el ramo de las manos de Flor casi con respeto, estaba realmente maravillado.
- Es… es… - titubeó sumido entre la angustia y éxtasis -. Nunca había visto nada igual. Hundió su cara entre las flores y miró a Flor con lágrimas en los ojos. - No sé cómo lo has hecho, pero lo has conseguido. Huele a mi casa, a mi infancia, puedo ver a mi madre como si estuviera aquí ahora mismo solo con oler estas flores. No sé cómo voy a agradecerte esto.
- No hay nada que agradecer, solo con ver tu cara me considero recompensada. Debería agradecértelo a ti.
El chico de las flores estaba como un niño pequeño de contento, se le veía feliz y sonreía abiertamente. Flor lo miraba complacida, satisfecha con su trabajo, emocionada tratando de aguantar las lágrimas. Y Marikita cada vez se encontraba más perdida en la mirada de su alma gemela, absorbiendo cada sentimiento que desprendía él.
- Me alegra que te guste, por cosas como éstas amo tanto las flores. Son capaces de transmitir tanto en tanta sencillez. Dime, ¿cómo te llamas?
- Sí, qué despistado. Aún no me había presentado. Mi nombre es Valentín – y mostró una sonrisa congelante.
- Qué nombre tan bonito. Como ya sabes yo soy Flor, y ella es Marikita. Adora las flores tanto como yo. También creció rodeada de ellas, como tú, y las considera casi como parte de su familia. Es realmente agradable trabajar con alguien tan dulce como ella.
- Encantado de conocerlas. Espero que no parezca atrevido, pero realmente estoy muy agradecido por este detalle y me gustaría invitarlas a comer o a cenar. Acepten aunque sea un batido en el parque.
Flor rió agradecida y mostró su acuerdo, le parecía una buenísima idea. Daría tiempo a Marikita para recuperarse y poder articular alguna palabra. Valentín debía irse y antes de que saliera a toda prisa de la floristería con el enorme ramo en sus brazos, acordaron verse esa misma tarde en el parque.
- ¿Te encuentras bien? No has dicho ni una palabra, pensé que tenías muchas ganas de volver a verlo.
- Sí Flor y me alegra mucho haberlo visto de nuevo y que le hayan gustado las flores, pero es que… Ese chico, Valentín, me recuerda tanto a mí cuando vine al Hogar de Flor por primera vez. Y cuando huele las flores, ese brillo en los ojos lo reconozco. Es extraño, me siento identificada con él.
- Te entiendo, yo también siento eso que describes. Realmente Valentín es una persona muy especial. De momento tendremos la suerte de conocer algo más sobre él esta misma tarde.
- Si, pero una de nosotras tendrá que quedarse en la tienda.
- De eso nada. A las cinco y media, cerramos y no vamos para el parque. Ninguna puede perderse esta cita.
De camino al parque, a Marikita se la comían los nervios. Estaba fuera de sí con la idea de ver a Valentín fuera de la tienda. Y la tarde no decepcionó. Cuando llegaron a la terraza del parque, Valentín las esperaba puntual. Tomaron zumos de frutas y hablaron y rieron. Las flores adornaron una conversación agradable, en la que Marikita, más tranquila había conversado relajada con Valentín. Flor los observaba segura de lo que estaba naciendo entre los jóvenes. Les unía aquel modo de ver la vida, con tranquilidad y sencillez, viviendo cada instante y disfrutando cada segundo y respetando a cada ser vivo con un amor incondicional. Se notaba que se entendían, sabían lo que quería decir el otro incluso antes de que abriera la boca para contarlo. Realmente Marikita podía decir que había encontrado a su alma gemela; aunque en un principio se lo tomaran a broma, aquel chico era muy parecido a ella y aquel amor y dedicación por las flores era asombrosa.
Valentín se había criado en una casita en el campo, rodeado de animales de granja y el hermoso jardín que se encargaba de cuidar su madre. Durante su infancia, solo podía jugar con los animales dentro del establo, pero cuando ya se hizo un hombrecito los sacaba él mismo a pastar por el valle.
Vivía con su hermano y sus padres y los cuatro mantenían una relación excelente; se querían con locura y les encantaba vivir en aquel lugar. Muchas tardes, Valentín y su hermano pequeño se escapaban hasta una zona poblada de árboles y jugaban allí. Les encantaba subirse a las ramas de los árboles y quedar colgados de ellas; también les gustaba saltar de rama en rama y hacer carreras. Cuando caían rendidos sobre el suelo cubierto de cortezas y hojas secas, se tumbaban y miraban las nubes y aprovechaban esos momentos de tranquilidad para hablar de sus cosas.
Recordaba a su padre llegando cada tarde a casa después de pasar el día con los animales en el valle; se le veía cansado pero jamás lo escuchó quejarse y aprovechaba el tiempo que quedaba hasta la cena para jugar con Valentín y su hermano.
Su madre era realmente especial; todo cuanto había aprendido Valentín se lo había enseñado ella. La recordaba entre miles de flores y colores, podando o limpiando o regando, y siempre con la sonrisa dibujada en su rostro. Incluso cuando preparaba la comida o limpiaba la casa, su sonrisa estaba allí, reflejando lo afortunada que se sentía. Y Valentín recordaba que cuando ella se acercaba por las noches hasta su cama, con los ojos cerrados percibía aquel olor que desprendía su madre casi de forma innata; el olor a rosas y tulipanes lo desprendía directamente de sus poros. Valentín estaba convencido que pasar tanto tiempo junto a las flores, había hecho que aquellos aromas se le metieran por su piel y por eso su madre siempre olía a campo y frutas.
Cuando Valentín tenía trece años, empezó a subir solo a la montaña con los animales. Su madre estaba enferma y ya no podía levantarse de la cama. Desde que Valentín recuerda, ella siempre lo estuvo, pero no guardo cama hasta ese momento y su padre tuvo que dejar su trabajo para atenderla. Valentín lo hacía encantado, le gustaba que le dieran aquella responsabilidad y él se lo tomaba muy en serio. Comprendía que ya su padre no podía hacerlo y prefería que se quedara junto a su madre, cuidándola.
Una tarde, cuando llegaba de trabajar, su hermano salió a recibirle. Su rostro le inquietó y entró a toda prisa en la casa. Al asomarse a la puerta del dormitorio de sus padres, junto a la cama encontró a su padre llorando aferrado a la mano de su madre. Estaba totalmente desconsolado y no pudo ocultar sus lágrimas cuando le vio en la puerta. Le invitó a acercarse y Valentín se abrazó a su padre mientras podía verla a ella, su madre, su guía, su maestra; parecía que estaba dormida, pero el rosado de sus mejillas ya no le lucía como siempre y su sonrisa, resistiéndose a desaparecer, comenzaba a apagarse. Quiso acercarse para darle un último beso y al hacerlo, volvió a percibir aquel aroma más vivo que nunca. Su madre olería a flores y a vida dondequiera que estuviese a partir de ese momento. Aquel aroma, como si fuera el último regalo que su madre le hacía, quedó para siempre instalado en su memoria y a partir de ese momento, siempre que quería, cerraba los ojos y podía verla a partir de aquella fragancia natural que nunca la abandonó. Al mirarla por última vez, con su rostro encharcado en lágrimas, supo que había perdido la mejor parte de sí mismo, la única que le había hecho soñar y reír y disfrutar de la paz y serenidad que solo junto a ella podía sentir.
Tras la muerte de su madre, vinieron a la Gran Urbe para conseguir nuevos trabajos. Pero Valentín quería estudiar y lo hacía por su madre. Desde su llegada, unos años atrás, se había convertido en un estudiante de éxito, el mejor de su promoción y pronto cursaría estudios superiores.
Cuando entró a la floristería por primera vez, sintió como si por unos minutos, estuviera en su vieja casita y su madre canturreara una canción junto a sus flores. Tuvo la seguridad que la persona que hubiese creado aquel lugar sería como ella, profunda y transparente, como su madre. Y no le sorprendió que fuese aquella anciana adorable la dueña de aquel rincón del paraíso. Cuando pudo conocerla, reconoció que era tal y como había imaginado, una mujer sencilla cuya felicidad la guardaba el secreto de aquellos colores y la vida que daban los perfumes que desprendían sus flores. Su madre siempre fue tan delicada como cada una de aquellas florecillas que cuidaba con tanto cariño cada día. La presencia de una persona tan joven como Marikita, en principio le resultó curiosa, no era común que alguien de su edad se dedicara a ese tipo de empleos. Pero no pudo evitar admirarla por la labor que hacía y el modo en que valoraba la vida, aquella energía que le mostró en el parque, la intensidad con la que disfrutaba todo cuanto la rodeaba. Un valor que él nunca se había parado a apreciar. Después de la tarde que pasó con Flor y Marikita, por algunas noches su sueño fue sustituido por intensas reflexiones sobre el modo en que hasta ese momento había valorado aquella dedicación de su madre a las flores. Ahora que ella ya no estaba, podría alcanzar a comprenderla a través de sus dos nuevas amigas y realmente admiraba que lo hicieran del mismo que su madre lo había hecho toda su vida.

Un Alma Gemela

Llegó a la floristería con una gran sonrisa imborrable en la cara, sus ojos llenos de luz desbordaban de dicha. Flor casi se emociona al ver la nueva expresión de la joven. Era otra, estaba renovada, en sus ojos había un nuevo brillito de vida, de felicidad. Marikita le contó con lujo de detalles como había transcurrido su día libre y le habló de todos los regalos que se había hecho. Flor la escuchaba atentamente, con el interés de un niño curioso y no perdía detalle de todo lo que Marikita le contaba. Eran interrumpidas de vez en cuando por clientes, pero en cuanto se iban volvían a la carga. Y mientras, se lanzaban miradas traviesas sin que los clientes llegaran a darse cuenta.
Con el paso del tiempo Flor acabó contagiada del entusiasmo y la vitalidad de Marikita y cada día comentaban entre cuchicheos cuántas cosas bellas habían visto en la Gran Urbe; visto, oído, olido, sentido y todo cuanto pudiera percibir el cuerpo humano. No faltaron ni una sola noche a la cita con la luna, aunque a veces no llegaran a verla, mientras hablaban y hablaban durante horas.
La llegada de Marikita a la floristería fue muy sonada en la ciudad y pronto empezó a correr el rumor de una joven que hablaba de las flores como nadie había escuchado hacerlo, como si hablara de su propia familia. Y no tardó en aparecer nueva clientela que acababan comprando flores que prácticamente desconocían solo por complacer sus inconscientes deseos, pues una vez que Marikita empezaba a hablarles, entraban en una especie de éxtasis que aumentaba con la intensidad del discurso de la joven.
Un día en la floristería, mientras Flor andaba atareada haciendo ramos en la trastienda, entró un nuevo cliente. Marikita no lo había visto antes y pudo adivinar que preguntaría por ella, ya que últimamente era el motivo de la llegada de nuevos clientes. Un joven moreno, no demasiado alto y de un atractivo poco común, se acercó al mostrador.
- Disculpa, pasaba por aquí delante y he visto la tienda y me he quedado impresionado. Es la floristería más bonita que he visto nunca y sus olores pueden percibirse desde varias calles de distancia. ¿Eres la dueña?
- Oh no, yo solo soy una empleada – Marikita supo a que se refería y recordó el día que aquellos mismo olores fueron los que la llevaron hasta el Hogar de Flor por primera vez-. A mi también me pasó lo mismo, los aromas que desprende este lugar me trajeron hasta aquí casi sin darme cuenta; pero esta obra de arte – dijo abriendo sus brazos queriendo abarcar todo el local – pertenece a Flor, ella es quien ha creado este maravilloso lugar. ¿Quieres que la avise? Está aquí atrás, haciendo ramos.
- No quisiera molestar.
- No te preocupes, espera un momento. Si quieres puedes darte una vuelta por la tienda, Flor puede hacerte un precioso ramo con tus flores preferidas. Vuelvo enseguida.
Marikita se metió en la trastienda y el joven se paseó entre aquella vorágine de colores y olores, de sensaciones y emociones. Disfrutó a lo grande hasta que Flor y Marikita aparecieron a su espalda.
- Usted debe ser Flor. La felicitó, este lugar es hermoso.
- Muchas gracias joven. No es común que un muchacho como tú se interese por estas cosas – habló Flor sin borrar la sonrisa de sus labios, se sentía realmente halagada.
- Adoro las flores. Crecí en una casa enorme a las afueras y mi madre cuidaba de un maravilloso jardín que la rodeaba por completo… a la casa me refiero – rió avergonzado por la confusión -. Es que estoy realmente alucinado con este lugar, sus olores me recuerdan tanto a mi madre, a mi casa – un brillo de nostalgia asomó por sus ojos, que desvió rápidamente, temiendo que ellas lo advirtieran.
- Por amar tanto como yo a estas delicadas florecillas, voy a regalarte un ramo enorme y con las flores que tú mismo elijas; pero a cambio, debes volver por aquí a menudo. ¿Hay trato?
- ¡Hay trato! Me encantará pasar por aquí de vez en cuando. Muchísimas gracias.
Marikita no había abierto la boca en todo el rato y Flor sabía que lo más le gustaba era hablar de flores; le extrañó que no hubiese acabado inmersa en una profunda conversación sobre familias de flores con el chico. Pero Marikita había quedado completamente hipnotizada por las palabras de aquello chico, por su voz, el modo en que hablaba de las flores. ¡Era su alma gemela!
Cuando el chico salió por la puerta, Flor se acercó hasta donde estaba la niña para preguntarle qué le había pasado, y entonces vio sus ojos, vio aquella mirada y supo que tendrían un divertido problema. Marikita solía gastar ese tipo de bromas a Flor, que siempre se divertía con las ocurrencias de la niña.
- ¿Lo has visto Flor? Era guapísimo. Bueno, a lo mejor no era guapísimo, pero adora las flores y sabe muchísimo sobre ellas. Tú lo has escuchado ¿verdad? Le gusta este lugar, le gustan las flores… ¿no te parece que somos tal para cual? – Marikita daba vueltas con los ojos cerrados y las manos entrelazadas, fingiendo estar en las nubes.
- A ver, serénate y hablemos con calma – riendo, la llevó hasta la butaca y trató de hacerla volver al mundo real, pero la visita de aquel chico la tenía totalmente desorientada, con la mirada perdida, una sonrisa bobalicona imborrable y para darle más realismo a la escena se dejaba caer hacia los lados, mientras Flor trataba de sentarla desternillándose de la risa -. Marikita, a ti no te gusta ese joven de la manera que crees, simplemente te has identificado con él por su gusto y afición por las flores, ya que tú también lo tienes. Pero no debes confundirlo, ¿me estás escuchando?
- Sí te estoy escuchando, pero no es justo. El podría ser el chico con él que me casara y tú lo estás impidiendo – dijo apuntando con el dedo índice y entrecerrando los ojos, como si advirtiera de un terrible mal.
- Asumo los riesgos – Flor no paraba de reír; Marikita había abandonado la ensoñación y ahora se recreaba en lo que acababa de pasar, resignada.
Marikita realmente admiraba a aquel chico, pero no de un modo romántico. Era la primera vez que encontraba a alguien con el que se identificaba, de su edad, claro. Acababa de marcharse y ya estaba deseando que volviera a visitarlas, le hubiese encantado hablar más con él. Compartir sus ideas sobre, intercambiar opiniones y conocerlo más. Ni siquiera sabían su nombre.
Entonces se escuchó el tintineo de la puerta al abrirse, había llegado un nuevo cliente. Marikita se puso en pie para acercarse hasta la mujer que se paseaba por la tienda, Flor volvió a la trastienda con sus ramos pero antes de desparecer de la tienda se miraron y se guiñaron un ojo con la sonrisa en sus rostros. Flor adoraba aquellos ratitos con Marikita y sentía que merecía la pena haber esperado tanto tiempo que alguien como ella llegara a su vida. Era especialmente dulce y siempre conseguía hacerla reír como no lo hacía desde mucho tiempo atrás, mucho tiempo más de lo que le gustaba recordar.
Los domingos se mantuvo la costumbre, desde que Marikita compró el piso en el edificio antiguo, de comer juntas. Como Marikita ya se defendía en la cocina, alternaban los días y cada domingo cocinaba una. En uno de los que había cocinado Marikita el plato que hasta ahora le quedaba mejor, verduras hervidas con cebolla y salsa casera de tomate, mientras descansaban apoyadas en los ventanales observando el mundo tras ellos y comentando lo que veían, a Marikita se le antojó ir al parque a dibujar con las nubes tiradas en la hierba. A Flor le gustó la idea, pero se encontraba demasiado cansada para el paseo.
- Pero por favor, no dejes de ir por mí. Ya sabes que estoy vieja y estamos a domingo, mis piernas no resisten más. La floristería cada día da más trabajo y necesito estar descansada para aguantar la semana que se nos avecina.
Marikita pensó que le vendría bien un poco de soledad y aceptó. Acompañó a Flor hasta su casa. Marikita recorrió el resto del camino hasta el parque. Aún podría aprovechar un par de horas de sol.
Buscó un huequecito de hierba, pues como todos los domingos, el parque estaba lleno de familias. Encontró su espacio cerca del agua y se tendió sobre el césped en busca de nubes. Apenas pudo encontrar unas cinco en casi una hora, el día estaba prácticamente despejado y lo único que consiguió fueron unos cachetes más colorados de lo normal. Se levantó para mojarse la cara, que le ardía, en el pequeño lago artificial, que tenía a su lado. Como cuando era niña volvió a buscar su reflejo en el agua y sonrió al darse cuenta cuánto había cambiado desde que salió del Jardín-Hogar.
Mientras disfrutaba de la brisa que refrescaba sus mejillas, cerró los ojos y recordó al chico de las flores. Había algo en él que le había movido el alma y sus palabras volvían a resonar en su cabeza, haciendo que un escalofrío la sacudiera. Incluso su modo de mirar la tienda, la alegría que le vistió el rostro tras la invitación de Flor, su gesto de admiración, le resultaban tan familiares que no pudo evitar que una sonrisa se colgara de sus labios cada vez que pensaba en él. Días después, mientras trabajaba y atendía con total dedicación a cada uno de los clientes, dejaba escapar rápidas miradas a la puerta, esperando verlo aparecer en cualquier momento.
Casi dos semanas desde la primera visita del chico de las flores, cuando Marikita estaba cerrando la puerta de la tienda y colgando el cartel de cerrado, Flor la llamó desde la trastienda.
- Mira, ya he acabado el ramo para aquel chico. ¿Qué te parece? A ver si aparece pronto, en el congelador no aguantaran demasiado tiempo.
- ¿Es el ramo para el chico de las flores? ¿El de mi alma gemela?
Flor rió la ocurrencia de Marikita, ambas deseaban volver a verlo. Asintió con una sonrisa y le puso el enorme ramo en los brazos. Marikita lo cogió como si se tratara de un delicado recién nacido, con dulzura y tacto.
- Es precioso Flor, estoy segura que le encantará. Ojala venga pronto.
- Pues si, no quisiera que estuviera estropeado cuando lo venga a recoger.
Marikita acercó su cara a las flores, cerró los ojos y respiró aquellos aromas. Pudo percibir la sensación de estar en casa, a salvo, una sensación de seguridad que le costaba explicar. No pudo evitar imaginar la cara que pondría el chico de las flores cuando lo viera.
Durante su cita con la luna, pasaron las horas hablando de aquel chico, alma gemela de Marikita, un joven digno de respeto y admiración para Flor. Faltaban buenas palabras para describirlo aun sin saber nada de él; pero se habían creado un código entre las dos en que hablaban las flores en lugar de las personas. Las reacciones que provocaban ante las personas que visitaban la floristería, decían como eran, las describían. Y ellas habían aprendido a interpretar ese lenguaje secreto.
Amar las flores era un arte del que no todos disfrutaban.

El Nuevo Hogar

Con la ayuda de su amiga Flor, en algo más de una semana ya ocupaba su nueva casa. Entre las dos convirtieron lo que había sido una austera oficina de trabajo en un hogar acogedor y cómodo; durante dos días limpiaron a fondo el apartamento, con la música a todo volumen y riendo hasta por nada; pintaron las paredes con los colores más llamativos que pudieron encontrar en la tienda, pues Marikita quería que su casa fuera toda alegría, que la irradiara y la atrajera al mismo tiempo; juntas eligieron el poco mobiliario que necesitaría la casa, ya que querían reservar todo el espacio posible a las flores y al espacio para la libre expresión, como explicaba la niña ante la risas contenidas de la mujer; del Hogar de Flor escogieron las flores preferidas de Marikita, las que la tranquilizaban con su aroma, las que le llenaban el corazón de risa, las que tenían los colores más excitantes… La floristería quedó completamente asolada tras el paso enérgico y de una ilusión casi eléctrica de Marikita.
Celebraron la inauguración del piso con una cena especial, preparada durante todo el día por Flor. Era domingo y, sentadas sobre almohadones alrededor de una mesa baja que había justo en el centro del salón, ambas contemplaban extasiadas toda su obra. Miraran donde miraran veían vida, alegría, ilusiones, sueños, proyectos y esperanza. Los platos que había preparado Flor para Marikita eran los sabores más familiares que había degustado; con cada bocado volvía a revivir los maravillosos momentos de su infancia, con todos sus Amigos-Familia, jugando y riendo, aprendiendo y creciendo. Las cucharadas de aquella sopa de champiñones y la frescura en su boca de la ensalada de frutas hicieron que volviera a su corazón un viejo amigo, al que casi había olvidado. De nuevo sin darse cuenta, aquel agujero en su interior, la rasgadura de su cascarón, seguía allí. Echaba muchísimo de menos su hogar, sus amigos, los momentos que le regalaban los días. ¿Cómo había pasado aquello? ¿Cómo llegó hasta esta situación? De pronto la idea del piso, las flores, las vistas y el mejor trabajo del mundo no le parecían suficientes, de pronto aquel no era su lugar.
Flor, que la había estado observando en silencio mientras veía como su mirada se hallaba más allá de aquellas paredes, respetó su silencio y la dejó vagar por sus pensamientos. Reconocía aquella mirada perfectamente; hace muchos años la había visto por primera vez reflejada en el espejo. En unos días había llegado a querer a aquella niñita inocente y desprotegida como a una hija; la llegada de Marikita a su vida había sido recibida como esa brisita que se cuela por una puerta mal cerrada pero que se agradece profundamente; Marikita era en su vida como el agua que refrescaba hasta sus sentimientos más olvidados y enterrados por el dolor. La llegada de la niña, a pesar de haber abierto viejas heridas, había pasado por ellas suavemente, con apenas un roce, ayudándolas a cerrar. Por eso Flor la había aceptado y la había dejado instalarse en su tienda y en su corazón sin dudarlo; si bien era cierto que no sabía quién era realmente aquella muchacha ni de dónde había podido salir con aquellas ideas tan estrafalarias que anunciaba por bandera. Aunque lo quisiera, no habría podido dudar de la mirada de Marikita, de la transparencia y la sinceridad con que la miraban, de aquella manera tan dulce y familiar con que le hablaba, con una paciencia infinita, cuidando cada letra de cada palabra; Flor sabía que nunca descubriría el misterio que envolvía la vida de Marikita antes de llegar a la Gran Urbe, pero no le importaba, no podía ser tan malo cuando se había convertido en una joven tan llena de vida y amor.
Cuando Marikita acabó de comer todo cuanto había en la mesa, sus pensamientos se rompieron y una lágrima cayó por su mejilla rosada. Miró a Flor avergonzada, pues había olvidado completamente su presencia, ni siquiera recordaba qué se había estado celebrando. Su mente la ocupaban por completo todos los recuerdos que conservaba de su hogar, de su familia, de su pasado.
- No le des importancia, llora cuanto quieras. Yo estaré contigo – dijo suavemente Flor mientras se acercaba a ella y la rodeaba con sus experimentados brazos -, llora pequeña, llora cuanto quieras.
- Es que no quiero llorar, no sé… no sé por qué lo estoy haciendo – sollozó Marikita angustiada – no debería estar aquí, nunca debía haber dejado el Jardín, fue todo una pérdida de tiempo.
Flor, aunque confundida, no dejó de reconfortarla. Marikita había roto a llorar desconsolada y Flor la arrullaba como una asustada niña pequeña.
Al cabo de dos largas horas de lágrimas, Marikita levantó la cara hacia su amiga.
- He estado pensando Flor. Verás, antes de venir aquí yo estaba triste; tenía un agujerito en el corazón, ya sabes, como un cascarón roto, que me dolía y me angustiaba. Y mi familia me explicó que como humana debía venir hasta la Gran Urbe y descubrir mi lugar, mi función en la vida. Pues bien, he llegado hasta aquí. Con muchísimo dolor me he despedido para siempre de toda mi familia y amigos y de mi infancia y he andado un largo camino lleno de complicaciones y tropiezos y cuando ya estoy aquí y mi vida empieza a ser normal, siento que todo ha sido un gran error, el agujerito de mi corazón sigue abriéndose y me vuelve a doler por estar en este lugar.
Flor no salía de su asombro, no sabía como interpretar aquellas palabras, pero le bastó leer la angustia en los ojos de la niña, la aflicción en su rostro, la consternación de sus palabras y supo lo que tenía exactamente que decir, qué era lo que necesitaba aquella niña aterrada.
- Marikita, ese agujerito de tu corazón no son más que los sentimientos más bellos que puede poseer una persona. La primera vez que sentiste que esa herida surgía de la nada, probablemente hayas dado el primer paso hacia tu madurez, reconociendo que tu vida no estaba completa y que había un vacío que debías llenar, unas consecuencias con las que debiste cargar durante todo tu viaje hasta aquí.
Marikita permaneció durantes unos minutos pensando en lo que acababa de decirle Flor; tenían lógica aquellas palabras, pero ¿qué tenían de ciertas? Bien pensado era muy probable que todo aquello le hubiese pasado a ella tal y como lo describía la mujer. Pero entonces si había madurado y se había enfrentado a su condición humana hasta conseguir llevar una vida normal, ¿por qué había crecido aquella rasgadura de su corazón esta vez? Ahora que estaba empezando a ser feliz, ¿a qué debía enfrentarse esta vez?
- Puede que tengas razón, incluso es muy probable, pero hay algo que no logro entender aún. Entonces por qué de…
- Porque simplemente les echas de menos Marikita. Es así de simple, lo que sientes se llama nostalgia.
- ¿Nostalgia?
- Sí, es eso que sientes cuando echas en falta algo o alguien importante para ti. Es natural que sientas tanta tristeza por ellos, pero con el tiempo la añoranza dejará lugar a los más hermosos recuerdos y podrás pensar en ellos sin que la evocación te dañe, solo tienes que tener paciencia. De momento llora siempre que lo necesites, no tiene nada de malo.
Marikita se sintió profundamente aliviada al escuchar sus palabras e inmediatamente se hundió en el pecho de su mejor amiga. Ya no sentía ganas de lamentarse, estaba cansada y prefería guardarlos en el corazón con risas y juegos, no con lágrimas y tristeza como había hecho durante su viaje cuando no conseguía dejar de extrañarles. A partir de ahora, debía recordarles siempre así, sabía que volvería a verlos y ellos no querrían que continuase disgustada. Había vuelto a caer en el mismo error que la había hecho disgustarse tanto los primeros años de su viaje y ahora quería aprender de verdad la lección que la vida quería enseñarle.
Flor la dejó acostada en su cama de nubes, como la habían bautizado por la enorme colcha blanca que la vestía y que guardaba la forma de las nubes gracias a todo el relleno con que lo habían inundado entre las dos. El dormitorio principal, el de la cama de nubes, llevaba el merecido nombre de Cuartito del Cielo, ya que habían pintado las paredes del celeste más bello y le habían dibujados manchitas como imitación de nubes. En el centro, la coronaba una amplia cama japonesa que vestía aquel edredón celestial. En silencio recogió los restos de la cena y se lo llevó todo a casa. Le escribió una nota y se la dejó junto a la cama.
Al meterse entre las sábanas de su antigua y desvencijada cama, una tímida lágrima rodó por la vieja mejilla de la mujer.
La luz de un soleado y luminoso día le rayó la cara y la obligó a desperezarse con el sueño aún colgándose de ella. Se sentó en la cama e intentó rememorar el día anterior, la inauguración, la cena… sobresaltada recordó a Flor. Debía ir a trabajar, era lunes y se había quedado dormida. Buscó sus zapatillas de casa a tientas con la mano y de pronto ésta tocó un papel. Lo cogió y lo leyó a toda prisa. “Buenos días, dormilona. Hoy no te preocupes por la floristería, yo me hago cargo. Descansa y tómate el día libre. P.D.: Si se te ocurre aparecerte por la tienda, quedarás despedida inmediatamente. Un beso, Flor”. Marikita soltó una carcajada y volvió a dejarse caer sobre su cama realmente agotada. El trabajo y los pensamientos que fluctuaban constantemente por su cabeza, habían hecho que Marikita acumulara el sueño desde hacía ya varios días. Durmió unas tres horas más y casi a la hora de comer se levantó de la cama se regaló una reconfortante ducha. El cuarto de baño, también llamado, La Selva, convertía una simple ducha en un peligroso baño en medio de palmeras y animales salvajes; estaba pintado con motivos selváticos y Marikita también había dibujado con una precisión entrañable todos los animales exóticos y nuevos para ella que había conocido desde el día que salió del Jardín hasta llegar a la Gran Urbe. A cualquiera podría haberle impuesto, cuanto menos, respeto; pero la niña se sentía como pez en el agua y se conformaba con decir que todos los días podría darse un baño al aire libre.
Se vistió con la ropa más fresca y cómoda que encontró y decidió dar un paseo por el parque. Por el camino disfrutó de todo cuanto se encontraba a su paso; en aquel momento ya no le importaba que la gente se quejara o que estuviera siempre enfadada o preocupada. Lo que realmente le hacía feliz era darse cuenta que nunca había abandonado del todo su hogar, pues en aquel lugar también podía disfrutar de la presencia de plantas y animales. Sabía que en el parque podía sentirse como en casa y no tenía porque echar de menos tanto a su familia. En ese momento entendió que nada ocurría por casualidad y fue feliz.
Volvió a pasear por el parque como el primer día, admirando todo lo que veía y disfrutando de estar allí; le gustaba respirar los olores de las flores, sentir el aire fresco, escuchar las conversaciones de de los pajarillos; mirar a las personas que sacaban a sus perros a pasear, o los que salían a hacer ejercicio, o las madres que conversaban mientras sus hijos merendaban camino a casa después de salir de los edificios blancos.
Esa tarde era especialmente calurosa y Marikita decidió seguir disfrutando acompañada de un refresco. Atravesó el parque y salió por la otra puerta; se le había ocurrido comer algo en una terraza que había visto una vez mientras buscaba casa y a la que le tanto le hubiese gustado ir. Como le dijo Flor en la nota, se tomo el día libre en todos los sentidos y se concedió otro capricho ese día.
- ¿Va a comer? – un chico moreno con unos ojos increíblemente negros le preguntaban esperando para tomar nota. Marikita estaba tan maravillada mirando aquel lugar tan moderno, luminoso y con un ambiente tan agradable que apenas advirtió que el camarero se le había acercado.
- Pues… si, me gustaría comer algo ligero. Hace demasiado calor para llenar el estómago, ¿no crees?
- Tiene toda la razón. Se nota que se acerca el verano. ¿Le traigo la carta de ensaladas entonces?
- Si, sería perfecta una ensalada de frutas, ¿la preparan aquí?
- Aunque tengamos que ir hasta el centro de la tierra para conseguir la receta, en diez minutos tiene usted aquí su ensalada de frutas: fresca y ligera, por el calor – y rió divertido con un gesto que a Marikita le resultó especialmente encantador - ¿Y de beber? ¿Qué le apetece?
- Bueno, me gustaría mucho tomar algo frío. Llevo un par de horas paseando por el parque y estoy verdaderamente sedienta. ¿podrías traerme un zumo natural de frambuesas?
- Encantado señorita, ¿algo más?
- No, muchas gracias – Marikita sonrió agradable, había sido una conversación cargada de formalismos pero se habían dicho más con el cuerpo que con las palabras.
El camarero continuó con su trabajo y ejecutó el servicio perfectamente, atendió y sirvió correctamente a Marikita, realmente agradecido por el trato que ella le había dado. No se había limitado a soltar platos leídos en la carta, con educación pero sin una pizca de amabilidad y cordialidad; aquella singular chica, le había sonreído y había sido realmente encantadora con él, obviando que era un simple camarero y demostrándole un agradecimiento que jamás había visto en su trabajo. Su alegría y su sencillez le cautivaron y trató de corresponderle con rapidez y buen servicio. Cuando Marikita hubo acabado la invitó a volver pronto y la joven salió de allí con la alegría de un niño pequeño abriendo un regalo, dejando en el local un halo de energía y optimismo que se resistió a abandonar el lugar por varias semanas.
De camino a casa siguió saboreando todo lo que veía, lo que escuchaba, lo que respiraba, lo que sentía, alargando cuanto podía el trayecto. Sintió la tentación de hacerle una visita a Flor, aunque fuese a última hora para charlar como todas las noches, pero prefirió hacer caso de lo que le recomendó y desconectar de sus obligaciones y disfrutar su día libre. Cuando la noche empezaba a caer y no había manera de continuar estirando las calles, entró en el edificio antiguo. Sonrió al portero al entrar radiante de felicidad y subió las escaleras casi a brinquitos, mientras canturreaba una canción que solía cantar con los canarios las tardes de sol. Aún flotando se enfundó en su pijama y se sentó en los ventanales, mientras veía llegar la luna a reinar un cielo estrellado y empezó a revivir el día. Se sentía renovada, llena de vida; podía sentir de nuevo aquella agradable sensación con la que había alcanzado la colina en sus últimos días de viaje. Sentía que todo estaba en orden: había abandonado su vida en el Jardín-Hogar, no sin antes cargar su mochila de las más valiosas lecciones y su corazón de los más inolvidables recuerdos; había conectado con su verdadero lugar y con sus semejantes, alcanzaba a comprender la vida que llevaban sin juzgarla y se sentía capaz de convivir con ellos sin que sus valores y pilares fundamentales se vieran alterados o abordados por los ideales de la Gran Urbe; había aprendido a llevar una vida responsable adulta, como la del resto de sus semejantes sin que la rutina eclipsara la alegría de cada día. Había sido un día realmente inolvidable con sus largas horas de sueño, la nota de Flor por la mañana, el paseo por el parque, el delicioso zumo natural de frambuesas, aquel local tan agradable, el camarero… Era guapo, no cabía duda. Podía volver a ver claramente aquellos botones negros mirándola y su sonrisa hablándole tan amable. Sí, decididamente no olvidaría nunca aquel día.

Adaptándose a la Urbe

La primera semana en la floristería fue un tiempo inolvidable para Marikita. No dejó de aprender ni un solo segundo; de flores, de dinero, de clientes. Flor le había puesto un gracioso delantal que, como no, era un precioso ramillete de flores silvestres y primaverales y en el centro aparecían dos simpáticas abejas comentando lo dura que podía llegar a ser la tentación cuando uno estaba casado. Marikita necesitó la ayuda de flor para entenderlo, pero rió mucho cuando lo comprendió y además aprendió una cosa nueva. La fidelidad era un principio que cualquier humano debía cumplir por encima de todas las cosas. Por más curioso que le parecía, resultaba que la fidelidad debía darse en una relación amorosa, ya sea antes o después del matrimonio; aunque parece ser que es mucho más importante mientras son solo novios. Debe haber fidelidad al trabajo que uno tiene o la empresa para la que trabaja y jamás debe traicionarla; fidelidad a la familia, a los amigos, a la moda, al seguro de vida y al del coche, a los bancos… Marikita dudaba que de este modo alguien pudiera ser fiel a sí mismo y por segunda vez sintió pena por sus semejantes.
El uso del dinero en la tienda ayudó a Marikita a dominar esta área y como Flor le decía, le sería más difícil ser engañada. Le enseñó a tener los ojos siempre bien abiertos y a no cometer ningún error cuando se trataba de dinero, porque al parecer la gente defendía con uñas su patrimonio, aunque éste solo fuesen unos céntimos de la vuelta de un clavel.
Le maravillaba ver siempre caras nuevas y hablar con todo el mundo y hasta les aconsejaba sobre qué flor debía llevarse cada uno según el acontecimiento; porque eso sí, en la Gran Urbe, las flores se reservaban solo para cuando había algo que celebrar: bodas, nacimientos, aniversarios, cumpleaños; incluso regalaban flores cuando alguien se operaba de algo grave y debía estar en el hospital unos días, o también si uno moría, seguramente porque si muere antes de operarse, la gente se queda con las flores compradas y se las regalan de todos modos. Marikita estaba de acuerdo en que las flores alegraban, pero de ahí a resucitar…
Por las noches, cuando ya habían cerrado, Marikita y Flor se sentaban en unos enormes butacones de mimbre que colocaban justo en medio del Jardín, con unos vasos de zumo de uvas en la mano y la vista al cielo, esperando ver aparecer la luna. Una vez asomaba por la cristalera, empezaban a comentar el día y Marikita le contaba lo que había aprendido, lo que le había resultado fácil y lo que le había costado realizar; y Flor le hablaba de cómo ella había empezado y de las mismas dificultades que había encontrado al principio y la tranquilizaba haciéndole ver que con los años se había convertido en toda una experta. Tal vez por el zumo de uvas, quizá solo fuese el cansancio o la empatía que se tenían, pero siempre acababan riendo a carcajadas incluso cuando ya habían olvidado por qué habían empezado.
Algunos días, a la hora de comer, Flor dejaba salir a Marikita a ver algún piso que había encontrado y aunque siempre volvía con la decepción en los ojos, Flor siempre le alentaba y la animaba a seguir buscando. Al fin y al cabo, la Gran Urbe era inmensa y seguramente casas a su gusto había a pares, pero si seguía abriendo el círculo jamás la encontraría cerca del parque como ella quería. El viernes tenía cita para visitar un apartamento que se encontraba a unos treinta minutos de la floristería y a casi cuarenta y cinco del parque. No era lo que esperaba ni lo que andaba buscando, pero Marikita ya estaba cansada de buscar una casa y encontrarla demasiado grande o demasiado pequeña, o demasiado cara o con una sola ventana. Antes de salir de la tienda Flor le regaló un guiño de ojos, al que Marikita respondió con una sonrisa cargada de decepciones, no tenía por qué ser distinto ese apartamento. Le aseguró que llegaría antes de que cerrara la tienda, no creía que tardara más de un par de horas en decidirse. Había quedado con el dueño en la puerta de un famoso restaurante que quedaba a un par de minutos del apartamento, así que tuvo que salir con tiempo de sobra para llegar a tiempo andando. Tenía por costumbre siempre salir con un poco de tiempo por si le surgía un inconveniente por el camino; no podría soportar que alguien hubiese estado esperando por ella, le parecía una falta de atención, delicadeza y consideración hacia la otra persona. A fin de cuentas nunca vio a una abeja esperando impaciente ante una flor cerrada a destiempo. Llegó unos minutos antes de la hora citada y los aprovechó para tomar aire, recomponerse y beber un poco de agua de la botella que siempre llevaba con ella. Justo encima de la puerta del restaurante había un enorme reloj de época que Marikita empezó a mirar con impaciencia cuando ya habían pasado diez minutos y el dueño no se había presentado. Respiró hondo y decidió pensar que seguramente el piso sería otro fracaso y que había sido mejor que no apareciera. Por respeto, decidió esperar cinco minutos más mientras pensaba en cómo se lo contaría a Flor y que seguramente por la noche reirían juntas del dueño que nunca apareció. Solo de pensarlo dejó escapar una risita que la reconfortó y decidió emprender de nuevo la vuelta, después de todo, el paseo le había venido muy bien. Le echó una última ojeada al reloj del restaurante y empezó a andar.
- ¡Señorita, señorita! Disculpe, soy el dueño del apartamento – un hombre de unos cuarenta y cinco años venía corriendo desde el otro extremo de la calle con el traje hecho un desastre, la camisa por fuera dejando entrever una barriga prominente y la corbata totalmente suelta, la chaqueta salida de los hombros y el maletín que traía en la mano daba bandazos en el aire al paso de sus zancadas. Tenía la cara desencajada y el pelo alborotado. Marikita al escuchar los gritos, solo pudo detenerse y darse la vuelta con asombro mientras observaba aquel cuadro. Definitivamente, estaba deseando contar esta versión a Flor.
- Hola señor, ¿se encuentra bien?
- Discúlpeme señorita, ha habido un imprevisto de última hora y he intentado localizarla pero cuando la llamé a su trabajo ya había salido para acá y tuve que venir a toda prisa. Justo esta mañana se rompió mi coche y he tenido que venir corriendo, lo siento señorita.
Marikita intentó quitarle hierro al asunto mientras intentaba no reírse, aunque por más que lo intentaba, ver a aquel hombre intentando arreglarse sin resultado visible alguno, era más de lo que ella pudiera soportar. Presenciando las hazañas de este personaje, solo se le ocurrió pensar que había valido la pena esperar.
- Verá señorita, hubo un malentendido al darle la dirección del apartamento. El que quiero enseñarle no está en esta calle.
“Vaya, es lo que me faltaba”, pensó Marikita. Pero procuró no perder la sonrisa y el gesto de atención hasta que hubiese acabado de hablar. A veces le pasaba que presuponía lo que los animalitos o las flores del Jardín-Hogar le dirían y se ganaba enfados y decepciones sin motivo alguno. Había aprendido a escuchar.
- Si me acompaña, la llevaré hasta el apartamento. Le gustará, está muy cerca del parque. Creo recordar que era eso lo que buscaba – la invitó a caminar a su lado y comenzaron a deshacer el camino juntos en dirección a parque. Se dirigían sin prisa alguna, paseando como si fueran amigos de toda la vida. Claro que el paso lo marcaba el recién llegado, que todavía trataba de recuperar el aliento. - En ese piso trabajaba mi mujer, lo utilizaba de oficina, siempre se traía el trabajo a casa y decidió comprarlo porque en casa le distraían muchas cosas, pero nos vamos de la ciudad. La han trasladado a unas nuevas oficinas. Ella es agente de seguros y la han ascendido a coordinadora y gerente de grupos. Conocerla es lo mejor que me ha pasado en la vida, si no fuese por ella habría perdido hasta mi propia cabeza.
Marikita le sonrió, sabía exactamente a lo que se refería. Las leyes de la naturaleza nunca se equivocaban; ella misma complementaba todas las carencias o dificultades que pudiera presentar cualquier ser vivo y probablemente, aquel hombre y su mujer encajaban como las piezas de un puzzle.
Durante todo el camino, el hombre le habló de su mujer, del trabajo de su mujer, de lo que mejor cocinaba su mujer, de cómo conoció a su mujer y todo cuanto Marikita hubiese deseado saber de la mujer del dueño del piso que se disponía a ver, sin necesidad de preguntarle nada. Le agradaban las personas así, conversadoras, sociables, amables; incluso le divertía su torpeza innata, porque le hacía transparente y sincero y, sobre todo, humano. Se dio cuenta que en ningún momento intentó adornarle el apartamento más de lo que debía, ni intentó venderle algo que no existía, como había hecho el resto de los caseros que había conocido. A decir verdad, apenas le habló del apartamento a no ser que necesitara explicarle el lugar exacto donde estaba la mesa de trabajo de su mujer o los distintos rincones a los que su mujer había cambiado la impresora en distintas ocasiones. Marikita agradeció aquel gesto, pues aquellas mentiras le habían provocado muchas decepciones innecesarias en días anteriores. No alcanzaba a entender aquella obsesión de sus semejantes por engalanar sus vidas y todo cuánto las rodeaba; aquel vano intento no pretendía más que ocultar sus verdades más profundas, solo por temor a ser rechazados por ellas. Lo único que posee un ser humano son sus ideas, sus motivaciones, todo cuanto ha creado cada uno a partir de sus convicciones e ideales y nada de esto puede ser mediocre, porque proviene de un ser único y especial, porque sus propias ideas le hacen perfecto y superior.
Después de un rato, el agradable señor se detuvo y se giró hacia ella. La hizo seguir con la vista la dirección que apuntaba con el brazo.
- Mira, es el que tiene dos balcones. ¿Lo ves?
Marikita no daba crédito a lo que veían sus ojos, no podía ser. Al menos desde su posición era enorme y se veía precioso. Estaba en un edificio antiguo pero muy cuidado, de tres plantas y con portero incluido. Además, los seis apartamentos que tenía eran todos diferentes unos de los otros, a cual más original. Pero sin lugar a dudas, el suyo parecía ser el más grande y espacioso. Como no conseguía salir de su asombro ni de sus cavilaciones, el dueño la empujó con delicadeza al interior del edificio. Cuando la puerta del piso se abrió, lo que la recibió la dejó estupefacta. Como si miles de fotógrafos quisieran inmortalizar aquel momento, un aluvión de flashes venidos desde todas las partes del piso la atacaron y tuvo que cerrar los ojos rápidamente hasta acostumbrarse a la luz. Cuando se adaptó pudo ver que las cámaras fotográficas no eran más que unos enormes ventanales que cubrían por completo todas las paredes de la estancia y los flashes, la puesta de sol más bella que había visto desde que salió de su Hogar y en primera fila. Le encantó la idea de ser cada tarde la invitada de honor a tal espectáculo natural. Era como si todo le diera la bienvenida a su nuevo hogar y la propia la naturaleza le diera la aprobación a aquella decisión. Paseó con los brazos abiertos por toda la estancia, dejándose llenar de todo lo que le transmitía aquel lugar. Cuanto más lo sentía, más le gustaba y decidió que sería suyo. Cuando calculó la cantidad de flores con las que podría llenar cada rincón y la cantidad de pajarillos que podrían asomarse por aquellos ventanales, no pudo imaginarse un solo día de su vida fuera de aquel lugar.
- Es… es perfecto señor. ¿Cómo puede existir un rincón como éste en la tierra? Es el hogar más acogedor que he visto jamás – y tal como le había enseñado Flor, se puso seria, frunció el ceño y lo miró a los ojos –. Pues bien, hablemos de dinero – debía ensayar más, aquel gesto se le notaba forzado.
- Verá señorita, como ya le he explicado nos vamos de la ciudad y la verdad es que nos corre un poco de prisa vender todas nuestras propiedades aquí, porque debemos instalarnos cuanto antes en nuestra nueva casa. Y parece ser que este piso se nos ha hecho un poco de rogar, creo que la estaba esperando a usted. Este mismo fin de semana debemos venderlo, pues mi mujer empieza a ocupar su nuevo puesto el mismo lunes. Comprenderá la urgencia. Así que hemos decidido venderlo al menor precio posible, no podemos darnos más tiempo. Aunque la venta sea a plazos debemos trasladar las escrituras a un nuevo dueño.
Hablaron por más de una hora, hasta que consiguieron llegar a un acuerdo favorecedor para ambos.
A última hora de la tarde, Marikita recibía en mano las llaves de su nueva casa. Acordaron llamarse para cualquier inconveniente. El dueño, o ex dueño, vendría la próxima semana para terminar de traspasar las escrituras de propiedad a Marikita.
Una vez que se marchó, la niña se quedó unos minutos más dentro del piso asimilando y meditando todos los acontecimientos del día. ¡Flor! Debía estar preocupada por ella, había olvidado por completo la tienda. Salió del piso y echó a correr hacia la floristería, estaba deseando contarle todo lo ocurrido a su amiga. Al llegar la puerta estaba cerrada, pero tocó y la empujó segura de que Flor seguiría en la tienda. Asomó la cabeza y la vio recostada en el butacón, con el vaso de zumo en la mano y mirando al cielo. Flor, al verla se enderezó y con una sonrisa experimentada la invitó a sentarse en el otro butacón con un ademán cariñoso. Marikita entró y cerró la puerta tras de sí, se quedó quieta junto a la entrada mirando fijamente a Flor. La mujer se inquietó, temiéndose otra decepción. Entonces el rostro de Marikita empezó a iluminarse y dejó asomar poco a poco una sonrisa que al cabo
de unos segundos irradiaba luz propia. Flor respiró con alivió, sabía lo único que podía significar aquel brillo en sus ojos.

miércoles, 23 de abril de 2008

Una Nueva Vida

Durante días, Marikita anduvo en el desconcierto, conociendo y descubriendo aquel lugar. Fuera del parque en el que había estado la tarde de su llegada, todo era distinto. No había césped y los caminos estaban hechos de una materia oscura que cuando le daba el sol quemaba bajo los zapatos y por la que había que pasar a toda prisa ya que los vehículos que circulaban por ella solo se detenían ante la orden de las pequeñas luces rojas. A Marikita le hubiese gustado ir en uno de esos coches y ver el mundo rodar desde las ventanillas.
Dos semanas vivió Marikita observando y escuchando, siempre en silencio, con el único afán de aprender cuanto antes todo lo que debía conocer de aquel lugar. Aprendió rapidamente el modo de vida, las costumbres, las rutinas, las responsabilidades, los derechos y los deberes de sus semejantes; de los que en adelante serían toda su familia y amigos. Se sorprendió al observar que aquellas personas andaban continuamente preocupadas por palabras como hipoteca, facturas, deudas, política, herencias, divorcios, discusiones… incluso la familia en ocasiones provocaba grandes enfrentamientos.
Podía ver plantas asomadas a los balcones de las casas, en las puertas de los edificios, en las mesas de los restaurantes e incluso había gente que las llevaba en sus brazos por la calle, pero nunca vio a nadie cuidar de ellas, hablarles, regarlas. También conoció a otros muchos animales que nunca antes había visto, pero los veía atados o metidos en cajas o en jaulas y siempre recibiendo ordenes de las personas. Ni uno solo de los días se encontró a alguien mirando al cielo, buscando estrellas o dibujando con nubes; nadie se detenía a escuchar el precioso canto que los pajaritos les regalaban desde de lo alto de árboles y edificios; nunca vio a nadie sonriendo embelesado al percibir sin saber de donde el aroma de una nueva flor que se abría. Allí las personas se cruzaban por las calles sin siquiera dirigirse una mirada, sin dedicarse un gesto amable; no se paraban para hablar unos con otros, todo cuanto tenían que decirse lo hacía por teléfono y a ser posible mientras andaban a toda prisa, comían o incluso leían el diario, sin prestar atención a lo que decían sus propias palabras. Incluso sus ropas eran apagadas y tristes; nadie lucía los colores de las flores, ni del mar, ni de sol. Parecían conformarse con el color de la noche, los de la tierra… todos aquellos que a Marikita siempre le habían provocado miedo y respeto. Los niños no jugaban como locos todo el día, como hacía ella de niña saboreando hasta la última gota de vida de cada día; Marikita observó que desde muy temprano se dirigían con mochilas pesadas y cargadas de nunca supo qué, a los grandes edificios de color blanco y allí pasaban el día. Y Marikita no creía que en los edificios blancos jugaran demasiado, porque salían con caras de aburrimiento físico y emocional, un detalle que a sus padres no parecía importarles, ya que a toda prisa los metían en sus coches y los llevaban a casa.
El día que más le gustaba a Marikita era el Domingo; aunque ella al principio pensara que se trataba de una autoridad o una personalidad importante del lugar, ya que todos lo esperaban con ganas y decidían no planificar ese día, no tardó en descubrir qué era realmente el domingo y porque solo ese día la gente se desprendía de los aburridos trajes oscuros y dejaban respirar sus pies con cómodos zapatos, soltaban sus melenas y lucían bellísimas prendas sueltas y cómodas.
Habían pasado poco más de cuatro meses y ya lo sabía todo, al menos para “ir tirando”. Mientras pensaba en esto, rió. Ya había perdido la cuenta de las veces que había escuchado esta expresión y hasta apenas un par de días antes, no le había encontrado el sentido. Lo primero que debía hacer era buscar un trabajo, pues en aquel lugar todo se movía con dinero y éste se conseguía con el trabajo. Luego buscó una casita donde pudiera meter todas las flores del mundo y con grandes ventanales para que pudieran entrar todos los animalitos que quisieran. Una vez conseguido el trabajo, empezó a comprarse comida y ropa nueva y en poco tiempo comenzó a llevar una vida “normal”.
Marikita había encontrado el mejor trabajo que podía haber deseado, ni siquiera podía creer que existiera. Una de las tardes en que se paseaba por el centro buscando una casita cerca del parque, de repente le abofeteó un estruendo de olores que apenas podía digerir. Eran demasiado y venían muy juntos sin que fuese posible distinguir unos de otros. Marikita cerró los ojos e intentó llegar hasta el origen de tal vorágine olfativa. Al poco se encontró con una puerta verde de la que emanaba aquel manjar oloroso y no pudo evitar tocar para descubrir lo que había detrás. Al golpe de sus nudillos en la madera, la puerta cedió y comenzaron a colarse por el espacio abierto más y más olores nuevos y embriagadores. Tanta delicia añorada marearon un poco a la niña, que al intentar abrir los ojos estuvo a punto de ir directa al piso. La luz de aquel lugar, todas aquellas flores, los colores nuevos, los olores desconocidos… casi no pudo resistir un gritito de admiración y sorpresa. Empezó a observar con calma y saboreó cada matiz que descubría allá donde su vista y su olfato se dirigían. Aquel lugar no tenía techo, en su lugar una gran cristalera cubría todo y hasta arriba se alzaban las flores más hermosas. Todo, todo cuanto miraba estaba cubierto de flores; ni un solo rincón quedaba descubierto. Incluso el suelo parecía césped, una graciosa imitación de la suave hierba servía a modo de alfombra. Aquel lugar era su hogar, no podía creer que existiera una réplica tan perfecta y exacta de su Jardín. Sus pasos delataron su presencia y a los pocos minutos apareció una mujer bellísima, esbelta, con el pelo recogido en un moño y los ojos más negros que jamás la habían mirado. Era delgada y la huella de los años le había rubricado la piel. Llevaba un vestido de un estampado finísimo que intuía todo lo que escondieron aquellas telas alguna vez. Marikita calculó que tendría casi setenta años. La hermosa mujer la miró y reconociendo aquella expresión de sus ojos, la sonrisa imborrable y el gesto extasiado, sonriendo le habló.
- Bienvenida al Hogar de Flor, ¿es la primera vez que vienes por aquí?
Al escuchar aquella voz, Marikita bajó a la realidad. Se sintió turbada y avergonzada e intentó recomponerse rápidamente. La mujer lo advirtió y dejó a un lado los formalismos, pues como ella pensaba, la naturaleza simplemente da y recibe con amor y nunca se para a pensar si ha sido lo suficientemente educada.
- No seas tímida, ¿te gusta el lugar verdad? – al ver que Marikita continuaba in albis, decidió seguir. - ¿Sabes? Éste es mi hogar, justo detrás de la floristería tengo una pequeña casita en la que vivo desde hace casi cuarenta años. Al principio esta casa siempre estaba llena; con el tiempo las ausencias las han ido sustituyendo cada una de estas plantas, que hoy son mi única y verdadera familia. Dime joven, ¿cuál es tu nombre?
- En otro lugar, yo también tengo una familia como ésta. Nací y crecí rodeada de flores silvestres y animales salvajes. Ellos son también mi única y verdadera familia.
La mujer sonrió complacida por haberse ganado la confianza de la joven. La miró con ternura y expectación, como si la invitase a continuar hablando. Marikita la observó y aquellos ojos negros le dijeron todo cuanto necesitaba saber. Allí también tenía un hogar y una familia.
- Mi nombre es Marikita y vengo desde el Jardín-Hogar para encontrarme con mis
semejantes y conocer y cumplir mi tarea.
La mujer soltó una risotada pegadiza y se llevó una mano hasta la boca en un intento por evitar herir a la muchacha, ante su gesto perplejo. Aquellas palabras sonaban demasiado rimbombantes para ser dichas en serio.
- Los jóvenes cada día me enseñan algo nuevo. Así que es así como se habla ahora – volvió a reír divertida – hace tanto tiempo que no salgo de aquí y tanto más que no se acerca un chaval a comprar una flor, que a veces olvido que el mundo sigue girando fuera de estas plantas. Y dime, Marikita, ¿puedo ayudarte en algo? ¿te gustaría comprar alguna flor?
- Oh no, ahora no puede ser. Aún no he encontrado trabajo y no tengo dinero. Precisamente andaba por esta zona porque me gustaría comprar una casita aquí, cerca del parque. Cuando la encuentre vendré a comprar todas cuantas pueda meter en mi nueva casa.
- ¿De veras? – la mujer no podía evitar admirarse ante aquella criatura. Hablaba con tanta paz y ternura, como si todo cuanto dijese fuese de vital importancia. Cada una de sus palabras eran pronunciadas con amor, con una delicadeza que aún no conocía en ningún otro ser humano. Entonces le hizo una proposición que Marikita no podría rechazar.
– Si quieres, puedes trabajar aquí. Yo ya estoy mayor y no puedo con todo el trabajo sola, me vendría de maravilla un par de manos jóvenes y fuertes. ¿Qué te parece?
Marikita abrió los ojos como platos y su boca formó una luna llena perfecta. No podía creérselo. ¿De verdad podría trabajar en un lugar como aquel? Era lo mejor que podría pasarle. Pero, ¿en qué consistiría su trabajo?
- Me encantaría poder pasar aquí los días enteros, ¿qué debo hacer?
- Me has dicho que te criaste con las plantas, de modo que las conocerás y sabrás como cuidarlas y tratarlas para que crezcan fuertes, saludables, coloridas y sanas ¿no?
- Pues sí, sé hacerlo todo. ¿De verdad me emplearías solo para hacer eso? – no podía creer que hacer ese tipo de cosas se pagara en la Gran Urbe. Pensaba que cuidar plantas se dedicaba a los ratos libres, solo para distraerse. ¿Cómo podía ser un empleo tan gratificante? ¿Entonces por qué todos andaban siempre preocupados y enfadados por sus trabajos? Decidió pensar que tenía tiempo para descubrir todo eso y se apresuró a aceptar el trabajo cuanto antes. – Entonces ¿puedo trabajar aquí? ¿Cuándo empiezo?
- Me gusta tu energía y tu vitalidad. Pues bien, en principio te dedicarás por las mañanas a regar y limpiar las flores y a las diez en punto abrirás la tienda. Mañana tengo que ir a comprar abono al centro comercial y tú estarás a cargo de la tienda.
¿Tienda? ¿Qué quería decir aquello? ¿Es que acaso las flores se vendían? ¿Quién pagaría por algo que puede encontrar gratuitamente en la naturaleza, en todo cuánto le rodea? Quería preguntarlo, pero la señora continuó hablando.
- Si quieres, ahora pasamos y te enseño como funciona la máquina cobradora, es antigua y quizá no la entiendas. Me la regaló mi marido, hace treinta y cinco años y nunca he querido desprenderme de ella. Seguramente yo tampoco me entendería con las nuevas. Los precios de las flores y plantas están justo debajo de cada maceta y para los accesorios solo debes mirar en esta lista – la mujer sacó de un cajón del mostrador una hoja plastificada escrita con un caligrafía perfecta -. Si tienes alguna duda o te surge un problema, yo siempre estoy detrás, plantando. Solo tienes que darme unas voces.
Marikita estaba aturdida e intentaba recopilar toda la información lo más rápido que podía, pero había demasiadas palabras que no entendía y la mujer una vez había arrancado, hablaba a velocidad de bólido.
- Disculpa, pero creo que será mejor que aprenda con la práctica. Así funciono yo. Todo es nuevo para mí y probablemente al salir de aquí olvide todo lo que me has dicho. De todos modos, muchísimas gracias por preocuparte y ser tan atenta conmigo – y sonrió dulcemente, realmente agradecida a aquella señora, que por cierto aún… - No me has dicho tu nombre, ¿cómo te llamas?
La señora rió por su falta de delicadeza a la hora de explicarle el funcionamiento de la floristería.
- En realidad sí que te lo he dicho. Ésta es mi floristería y como ya sabes mi hogar. Por eso le llamé el Hogar de Flor… porque yo soy Flor, así me llamo.
Marikita se maravilló y la felicitó por tener un nombre tan bello; dio por hecho que de ahí le venía su amor por todas las flores, le estaba escrito desde antes de nacer en su propio nombre. Pasaron la tarde hablando y riendo sobre la ciudad, las gentes, el parque y como no, hablaron hasta la saciedad de flores y plantas. Marikita se sentía realmente cómoda con Flor y pronto empezó a recibir de ella la calidez y la protección que más necesitaba en ese momento. Por su parte, Flor comenzó a ver cumplidos todos sus sueños de adolescente a través de los ojos de Marikita. Eran el mejor regalo que ambas podían recibir de la vida.

sábado, 12 de abril de 2008

La Gran Urbe

Se sintió profundamente decepcionada, se resistía a creerlo de ninguna de las maneras. Así que "aquello" era la Gran Urbe. Miles de pensamientos cruzaron rápidamente por su cabeza, se llenó en un segundo de miedo, rabia, frustración, impotencia y finalmente, nostalgia. Lo había dejado todo, su familia, su hogar, las tardes adivinando historias en las nubes, escuchando las canciones que entonaba el viento, haciendo cosquillas a la hierba, reflejándose en las gotitas de rocío de las mañanas; jugando a las carreras con los conejos, creando las mejores melodías con los pajaritos, imaginando ser todos los tipos de flores conocidas... Y ahora estaba allí, donde desde su posición ni siquiera veía un solo árbol, ni una paloma volar. Aquello no podía estar pasándole a ella. En aquel lugar solo se veían masas de cemento y motores impregnando de muerte el ambiente. ¿Dónde estaban los animales, las charcas, la hierba? No debió salir nunca de su hogar, allí era feliz y podía encontrar su tarea en el Jardín. ¿Qué haría? ¿A dónde iría? Todo el mundo andaba deprisa, como si el piso fuera derritiéndose tras sus pasos, como si el lugar al que se dirigían estuviese a punto de evaporarse. No creía que nadie pudiera ayudarla a encontrar su función en la vida, la Urbe no tenía aspecto de esconder una tarea para cada ser que la habitaba, como le había explicado su familia. Empezó a arrepentirse cada vez más fervientemente de haber emprendido aquel viaje, se dio cuenta que no quería estar allí y sintió ganas de llorar. Una lágrima se derramaba por sus mejillas rosadas cuando alguien le habló. "No llores ahora que llevas tanto tiempo sin hacerlo, sé fuerte, aguanta un poco más". Se giró y vio a la golondrina mirándola con un gesto maternal y protector. Marikita ni siquiera tuvo fuerzas para alegrarse de ver a alguien familiar, estaba demasiado triste. "Esto no se parece en nada a lo que debía ser, de esto nadie me habló; no quiero entrar ahí, ese no es mi lugar ni mi hogar, esas gentes no pueden ser mis semejantes y vivir sin plantas, sin aire puro, sin charcas, sin mirar hacia el cielo... He caminado durante años con la ilusión batiendo en el corazón de llegar a este lugar, he llorado y he tropezado una y mil veces en esta montaña para acabar en este inhóspito y deshumanizado mundo. ¡Quiero volver a casa!". Soltó un grito ahogado y amargo y rompió a llorar como nunca antes lo había hecho. La golondrina, enternecida, se posó sobre sus pies y le habló dulcemente: "Pequeña, ¿acaso no has aprendido nada?" Marikita levantó la cabeza, y con los ojos empapados la miró con cierto aire de indignación. ¿Es que encima debía aprender algo? La golondrina, comprensiva, leyó sus pensamientos. "Marikita, el camino hasta aquí era corto y sencillo, la colina apenas un peñón y esta ciudad un autentico paraíso; pero tus lágrimas convirtieron tu viaje en un recorrido largo y pesado, tu egoísmo y ansias de llegar transformaron esta montaña en una pendiente interminable y peligrosa y por último, tu falta de amor y aprecio hacia las cosas distintas te ha hecho odiar tu nuevo hogar. Nada de esto estaba aquí antes de que tu salieras del jardín, has sido tú misma la que ha transformado todo". La niña quedó largo rato dejando caer sus lágrimas, sin sentimiento alguno, sobre su cara, su ropa, sus pies. Pensaba en aquellas palabras, pero no podía creerlas. Recordó todos y cada uno de los pasos que había dado desde su partida, los lugares, las compañías. Era cierto, solo cuando fue capaz de parar de llorar y llenó su corazón de amor, pudo divisar la colina que le separaba de la Gran Urbe; cuando rendida al final del tramo de la colina dejó que las cosas pasaran como debían, encontró una cascada que nunca antes había visto ni desde abajo ni desde ningún punto de la montaña y que, sin embargo, no le había sorprendido encontrar; pero lo que aún no lograba entender era lo de la ciudad, no comprendía que debía entonces pensar sobre aquel lugar, le había decepcionado y eso no era culpa suya. "Golondrina, ¿qué debo hacer si realmente este lugar y sus gentes no encajan conmigo? Simplemente no me gusta, no es lo que esperaba". La Golondrina sonrió: "Tú lo has dicho pequeña. Siempre supiste como era la Gran Urbe, tu familia nunca te mintió al respecto, pero en tu corazón siempre albergaste la esperanza de que todo fuera como el jardín; te has enfadado sólo porque no ves la hierba, ni sonrisas en los rostros, ni aves en el cielo. Déjame decirte, Marikita, que desde tu posición, la de la negación y la añoranza, no puedes verlo; pero si empiezas a aceptar este lugar por lo que es y no por lo que representa, empezarás a verlos". Marikita tuvo que reconocer aquella verdad, muy en el fondo de su corazón esperaba encontrar un jardín, como el de su hogar, ni siquiera esperaba encontrarse con sus semejantes. Pensó que quizá sí debería empezar a aceptar la Gran Urbe como su hogar, no su nuevo hogar, simplemente su verdadero lugar. Le sobresaltó un aleteo bajo sus pies, la paloma más bella que había visto jamás encabezaba una preciosa y enorme bandada, que recortando la montaña, volvía hasta la ciudad y se posaba sobre las copas de los árboles más grandes y frondosos que había conocido. Éstos coronaban un precioso lago, brillante remanso de paz. Observó el conjunto y pudo admirar, justo en el centro de la ciudad aquel inmenso espacio, donde las personas reían, jugaban y se tendían sobre la hierba a observar un precioso cielo azul, gobernado por el más brillante sol, donde pudo reconocer a Despertón, Calorcito y hasta a Perezoso, el pequeño rayo que nunca se atrevía a salir hasta la última hora de la tarde. Sonrío para sus adentros. "Gracias". La Golondrina remontó el vuelo y cuando estaba frente a ella se despidió: "Hasta siempre, Marikita, mucha suerte y sé feliz", dio media vuelta y desapareció entre los árboles. La niña se puso en pie, reconfortada y llena de alegría y desandó la montaña a paso firme, segura de lo que hacía y preparada para su nueva vida.Nada más llegar quiso adentrarse en el pequeño bosque y mirarse en sus aguas transparentes, quería saber qué le contaba aquel nuevo reflejo. Acarició los troncos de los árboles, cada pétalo de cada rosa, sintió la hierba en sus pies y saludó a todos los animales que encontró. La gente apenas se percató de su presencia, nadie la observaba maravillado; por primera vez era igual a todos los que le rodeaban. Se sintió aún más feliz si cabía y se dirigió con la sonrisa en el rostro hasta el lago, se sentó en el borde y hundió su mano en el agua. Estaba fresca y aquello le llenó de vida, se refrescó y se inclinó para mirarse.
Si no hubiese sido por las pecas que le bailaban en los cachetes, Marikita jamás podría haberse reconocido en el reflejo que le devolvía el agua. Los rizos que antes de su partida apenas le rozaban los hombros, le caían pesadamente hasta casi la mitad de su espalda; el rostro le había cambiado, sus rasgos estaban más marcados. Se miró las manos y se dio cuenta que habían crecido y que el vestido en el que se había enfundado antes de salir, apenas le servía; sus piernas habían dado un estirón y pudo apreciar que se encontraba más lejos del suelo. ¿Cuándo había ocurrido aquello? Hacía un momento, desde lo alto de la colina no había advertido esos cambios, ¿qué estaba sucediendo? Se sentó junto al agua y estiró sus piernas mientras con los brazos apoyados en la hierba observaba los dedos de sus pies. Intentó recapitular, deshacer todos los pasos que había dado hasta ese descubrimiento. Entonces lo recordó. Aquello era la realidad y solo ésta te mostrará tal y como eres, te guste o no. Rió al darse cuenta que la margarita tenía razón cuando le hablaron de esa palabra que ella no entendió y ésta le aconsejó que no debía preocuparse, pues lo entendería en el mismo momento que la conociera. No le desagradó el cambio y pensó que la realidad no era tan terrible al fin y al cabo. Seguramente su nuevo tamaño, incluso le sería favorecedor.
Echó una rápida ojeada alrededor y observó a las familias que se divertían juntos, a las parejas que paseaban cogidos de la mano, a los niños que jugaban divertidos en un laberinto de columpios; y Marikita sonrío complacida de lo que veía.
Empezaba a oscurecer, pronto todos empezaron a irse y antes de que pudiera darse cuenta se había quedado casi sola en aquel lugar, con apenas luz y el frío cayéndole sobre los hombros.
¿Y ahora qué? Se preguntó mientras la angustia poco a poco le llenaba el corazón.

miércoles, 9 de abril de 2008

La Colina

Una tarde, después de haber andado sin parar y sin la necesidad de hacerlo, se topó con una enorme colina, una pendiente que sabría que no podría cubrir antes de que anocheciera. Así que buscó un buen lugar para pasar la noche y se instaló. Desde su improvisada cama estudió la colina y los posibles atajos que pudiera haber. Justo antes de anochecer, ya casi tuvo listo el itinerario del día siguiente; había divisado varios puntos por los que acortar tiempo, ya que le urgía alcanzar la cima pronto para poder conocer lo que se encontraba al otro lado. Escuchó un aleteo sobre su cabeza y se giró sobresaltada. Sobre una rama se acababa de posar un búho, al que saludó alegremente. El animal la escrutó muy despacio: "Supongo que eres la humana, he escuchado hablar de ti". Se había dirigido a ella bruscamente y Marikita se sintió intimidada, el Búho leyó su reserva y trató de suavizar su trato. "¿A dónde vas, pequeña?". Marikita agradeció la dulzura, que no dejó de ser forzada, y confiada habló de su aventura, le habló de la tarea que debía conocer y llevar a cabo y, finalmente, de cómo había decidido esperar a la mañana siguiente para andar la colina. El Búho volvió a mirarla fijamente, como si quisiera leerle el pensamiento y Marikita no pudo reprimir una risita nerviosa. "Estás muy cerca, Marikita; detrás de esa colina encontrarás la Gran Urbe, tu verdadero hogar, tus semejantes. Enhorabuena". Marikita no hizo nada por evitar sus gritos y saltos de alegría. Por fin había llegado, no podía creerse que al día siguiente ya estaría allí. Casi no pudo dormir y a cada momento hacía preguntas a Búho sobre la Gran Urbe. Cuestiones que Búho, no sin su seriedad habitual, contestaba pacientemente e intentando mentir lo menos posible a la pequeña. Al final, derrotada, durmió profundamente hasta que Despertón bailó sobre su cara. Excitadísima, de un brinco se puso en pie y buscó a Búho para despedirse, quería salir cuanto antes. No le encontró y pensó que se habría ido a dormir al menos dos horas antes. Justo cuando daba los primeros pasos hacia su nueva vida, escuchó su ulular en lo alto del árbol. "Recuerda, Marikita, que en la Gran Urbe sobran distracciones que intentarán alejarte de tu tarea; sé persistente y mantente firme en la ejecución". La niña no entendió casi ninguna de las palabras que le dijo el ave, pero las agradeció educadamente con su mejor sonrisa, le deseó lo mejor y se despidió del animal. Al alcanzar la falda de la montaña miró hacia arriba e intentó recordar el plan que se había trazado la noche anterior. Ayudándose de los salientes de la montaña, trepó los primeros metros dirigiéndose hacia dónde había divisado el atajo. Cuando creyó llegar, se sorprendió al ver que precisamente en ese punto la pendiente se acrecentaba y unos salientes afilados la retaban con furia. Se dio cuenta que de haber subido por el lado opuesto, el que la noche anterior parecía más complicado, habría avanzado mucho más. Un par de horas más tarde superó aquel obstáculo, con brazos y piernas heridos por todos lados, sus manitas tenían miles de cortadas y sus rodillas estaban rojas. Se sentó a descansar sobre una gran roca, tenía sed. Seguía confusa, pues no podía explicarse en qué se había equivocado. "Un fallo de cálculos, solo puede ser eso". Quiso creer que la falta de luz la había engañado la tarde anterior. Volvió a hacer memoria y recordó el segundo tramo; sí, debía volver al otro lado de la colina, por allí pudo ver una gran superficie libre de obstáculos, sin rocas ni recovecos, simplemente subía sin problemas. Allá que se fue Marikita y después de volver al mismo punto volvió a preguntarse qué estaba pasando. Sus ojitos lo habían visto perfectamente, por la parte este de la colina se podía subir sin inconvenientes. Volvió a sentarse en la roca e intentó reorganizarse. Estudió de nuevo la pendiente y muy a su pesar, tuvo que elegir un camino nada fácil, rocoso y por donde salían enredaderas de todos lados y hacía más que complicado el paso. Ella que pretendía dormir en la Gran Urbe esa misma noche, se vio con el atardecer sobre su espalda y tan solo la mitad del camino recorrido. Buscó a alguien a quién preguntar si existía otro camino y cayó en la cuenta de que no se había encontrado con ningún animalito desde que había empezado a escalar. Qué extraño era aquel lugar para Marikita, se hacía de noche y ella nunca había dormido sola, siempre alguien había estado a su lado. Se sentía asustada y volvió a sentir ganas de llorar. Ese día todo había ido mal, había dispuesto sus planes y todo le había salido al revés, se sentía furiosa consigo misma y con todos los animales que la habían dejado sola. Pero estaba tan enfadada que no se permitió llorar, aguantaría y se haría fuerte, aprendería a dormir sola. Pronto dejaría de convivir con animales y plantas y pensó que debía empezar a acostumbrarse a su nuevo modo de vida. Entre protestas y regañadientes se quedó dormida y esa noche, por primera vez en su vida, tuvo un sueño. No era como los que ella creía recordar de su niñez en los que simplemente revivía sus días; ésta vez fue distinto: Marikita estaba sola en el Jardín, no estaba ninguno de sus Amigos-Familia, gritaba y gritaba pero nadie le contestaba, nadie podía escucharla. Corrió a la charca a ver si encontraba a alguien allí, pero cuando se asomó al agua allí no había nadie, ni siquiera su reflejo. Gritó aterrorizada y salió del sueño bruscamente. Se quedó sentada, empapada en sudor y con la respiración agitada. En aquel lugar pasaban las cosas más extrañas del mundo, ¿qué había significado aquello? No podía explicárselo. En medio de sus cavilaciones, Despertón, rabioso como nunca, le picó en los ojos. A pesar de sus frustraciones del día anterior, se llenó la mochila de ilusiones y expectativas y se adentró en el camino de enredaderas. Había comenzado un precioso día, el sol brillaba y calentaba dulcemente, el cielo más azul y brillante que nunca resplandecía sobre ella, el aire puro la acariciaba suavemente y Marikita pudo sentirse viva, como hacía tiempo que no lo hacía. Sonrió satisfecha, se sentía de nuevo reconfortada. Ningún camino rocoso o salvaje le robaría aquella sensación tan purificante que la llenaba por completo. Esta vez, tardó casi toda la mañana en atravesar la maleza y casi alcanzó la cima después del mediodía. Una vez que salió de la maraña verde, descubrió una pequeña cascada, se detuvo junto a ella y se mojó la cara. Bebió del agua cristalina, se refrescó y aprovechó para limpiar sus heridas. Decidió que descansaría al menos una hora en aquel lugar, pues con solo media hora más ya alcanzaría la cima y podía permitirse aquella parada. Se estaba quedando dormida cuando la sobresaltaron unas pisadas al otro lado de la cascada. Una simpática rana se subió a una roca de la orilla y la observó. Marikita se alegró de ver de nuevo a algún animal y poder conversar con él. "Otro humano perdido, ¿cuál ha sido tu fallo de cálculos?". Marikita emocionada preguntó como sabía que ella se había perdido. "Una vez tras otra el humano se empeña en acortar su camino, sin saber que no siempre el tramo más breve es el más fácil, al igual que te ha pasado a ti, ¿no es verdad?". Marikita no salía de su asombro: "¡Es cierto! Pero dime ranita, ¿es que han pasado por aquí otros humanos? ¿Vivió otra persona antes que yo en el Jardín?". La ranita la volvió a observar, esta vez con cierta pena en la mirada. "Joven, continuamente las personas atraviesan colinas como éstas, en todas las partes del mundo; ellos buscan la felicidad, cumplir su tarea. Pero en sus corazones se niegan a comprender que el camino de cada uno es único y debe ser recorrido hasta el final, sin saltarse ni un solo paso, obedeciendo a su destino, pues las dificultades que pueden llegar a encontrarse les harán infelices para siempre, porque no están preparados para ellas". Marikita recordó de inmediato la rabia que había sentido después de haber trepado por el saliente peligroso y al ver que había perdido todo el día solo con media colina. Y que cuando se dejó contagiar por la vida del un día nuevo, todo había cambiado; de repente había descubierto aquella cascada y hasta volvió a ver un animal después de aquellos días. Volvió a mirar a la ranita, para contarle lo que le había ocurrido a ella, pero ésta había desaparecido y Marikita se puso en pie.Con el corazón lleno, empezó a subir los últimos metros. Al llegar, su asombro la sobresaltó, quedó petrificada ante lo que veían sus ojos. Observó palmo a palmo su visión, apenas lo podía creer.