jueves, 30 de octubre de 2008

El Amor Es Siempre Bello

Valentín pasó los últimos días de un lado para otro de la Gran Urbe haciendo reservas y rellenando y firmando cientos de documentos. Estaba realmente contento y orgulloso de sí mismo. También le dolía dejar a su familia y a sus amigas, pero debía hacerlo y estaba dispuesto a sacrificarlo todo por cumplir sus objetivos. Nunca, nada ni nadie le frenaría ninguno de los pasos que diera en la vida. Había aprendido la mayor lección de su vida, Marikita le había enseñado a ser libre y nunca olvidaría cuanto le había ayudado la llegada de aquella delicada muchacha a su vida.
La cena estaba planeada para la noche anterior a la partida de Valentín. Su padre y su hermano también asistirían; sería en casa de Marikita. Era la más grande y podrían cenar todos con comodidad. Era sábado y desde por la mañana, Marikita y Flor habían estado preparándolo todo. Cocinaron varios platos y una amplia variedad de aperitivos; prepararon zumos de frutas y una gran tarta de chocolate; además, Flor preparó algunos postres más porque sabía que eran los favoritos de Valentín. Marikita, llenó su casa de globos de colores y las flores inundaron todo el espacio.
Querían que aquella noche fuera perfecta e inolvidable para Valentín y pusieron todo de su parte para que jamás se olvidara de ellas. Cuando encontraron un momento mientras preparaban todo, Flor y Marikita se sentaron en los ventanales a tomar un descanso. Flor la veía cada vez más triste, aunque había puesto toda su ilusión en aquella despedida. Marikita le contó que pensaba decírselo esa misma noche, no iba a dejarlo marchar sin contarle lo que sentía. Era justo que lo supiera y que ella se sincerara. Flor no estaba conforme con aquella decisión, pero la respetó no sin antes advertirle lo que arriesgaba al hacerlo. Pero a Marikita no le importaba lo que él pudiera decirle, ya sabía lo que Valentín sentía por ella y nada la podía sorprender.
Puntual, llegó Valentín acompañado de su familia. Flor y Marikita pudieron advertir la nostalgia que ensombreció los ojos del padre y el hermano de Valentín, cuando al abrir la puerta, el aroma de todas las flores de la casa se escaparon por ella empapando los recuerdos de los recién llegados.
Tras las presentaciones, sentados a la mesa disfrutaron de los deliciosos aperitivos mientras Valentín les ponía al día sobre todas las gestiones que había hecho en las últimas horas. Al día siguiente, a esa misma hora, estaría despidiendo a la Gran Urbe.
La cena transcurrió tranquila y amena; la familia de Valentín era sencilla y humilde. Se les veía apenados por la partida del muchacho, pero no podían ocultar su orgullo por él. Cenaron tranquilamente, saboreando todos los platos que habían preparado ellas con todo el amor del mundo. Todos parecían contentos, a gusto, cómodos alrededor de la mesa y al calor de una conversación agradable y familiar. A todos les unía el sentimiento de pérdida que podían revivir en ese momento. Ya habían perdido a alguien importante y esencial en sus vidas y ahora perdían a Valentín; el hijo, el amigo, el hermano.
Después de la tarta y algunos de los postres, Valentín fue hasta la cocina a coger otra jarra de zumo de frutas; Marikita fue tras él, con la excusa de ayudarle. Una vez a solas abordó el tema sin miramientos, preguntándole si estaba ilusionado por su partida; Valentín le respondió con una gran sonrisa mostrándole las ganas que tenía de empezar esa nueva etapa de su vida, la ilusión que le hacía aprender y conocer lugares nuevos. Marikita le miró fijamente a los ojos, era el momento. Valentín le sostuvo la mirada transmitiéndole la intensidad de sus sentimientos, de su alegría, de la ilusión con la que se enfrentaba a todo lo que le esperaba.
Aquella mirada desarmó a Marikita; aquella fuerza que despedían los ojos de Valentín la dejaron desprotegida. Entonces, mirándole fijamente, de pronto entendió que no podía hacerle aquello. No podía interferir en la decisión de Valentín. Era una oportunidad única para él, era su sueño y el de su madre. No podía acabar con aquello solo porque se había enamorado de él. No podía dejarle marchar haciéndole sentir mal por no corresponderla, estropeándole el mejor momento de su vida.
- Me alegro mucho por ti, Valentín. No dejes de crecer y aprender, – bajó la mirada y casi le susurró - te echaré de menos.
Valentín la abrazó emocionado; él también la echaría muchísimo de menos. Necesitaba la presencia en su vida de alguien como ella. Nunca la olvidaría, había hecho tanto por él que dudaba volver a encontrar a alguien así; le honraba haberla conocido, aunque ahora se separaran nunca dejarían de estar unidos. Valentín no ignoraba lo sentimientos de Marikita; después de aquella conversación con Flor sobre ella, pasó mucho tiempo dando vueltas a lo que pretendía Flor con ello; días después, cuando fue a contarle a Marikita la gran noticia advirtió que la angustia la había paralizado y pudo leer el miedo en sus ojos. Entonces comprendió que los sentimientos de su amiga iban más allá de una fuerte amistad, ella sentía algo que él dudaba poder experimentar hacia ella. Le dolía profundamente herir de alguna manera a Marikita; a ella que le había enseñado a ser feliz, libre, humano; a ella que sin lugar a dudas lo quería de la manera más sencilla, sana y transparente; a ella que menos que nadie merecía sufrir. Respetó que Marikita nunca sacara el tema y prefirió que fuera así; se daría una situación incómoda para ambos y no había necesidad. Pero él, donde quiera que estuviese, siempre conservaría el amor que Marikita le había entregado. Le quería sin ser correspondida, sin miedo, sin barreras y sin límites. Y sabía que nunca conocería el amor de esa manera en ninguna otra persona. Ella podría confesarle lo que sentía y egoístamente hacer que se quedara o que se marchara pensando que le había hecho daño; pero el egoísmo le quedaba grande a Marikita, ella jamás haría algo así. Por eso la admiraba de aquella manera, había encontrado a una persona especial y única y jamás la olvidaría.
Flor durmió ese día con Marikita, no quería dejarla sola. A la mañana siguiente debían acabar el ramo que le iban a regalar y por la tarde irían a despedirle al muelle. Marikita evitaba pensar en el momento de la despedida, algo en su interior le gritaba que le diría adiós para siempre y aquella idea la entristecía.


La despedida, tal como había intuido, fue el momento más triste al que se había enfrentado en la Gran Urbe. Empezaba a comprender que los peores momentos de su vida se verían lamentablemente unidos a un adiós no deseado. Primero su familia y su hogar, ahora Valentín. Viéndolo alejarse en el barco, sentía como su corazón y los más bellos sentimientos que habían anidado en él desde que lo había conocido empezaban a arrugarse, encogiendo su alma. Permaneció allí, quieta y en silencio, mirando con los ojos inundados de lágrimas el punto exacto por donde había desaparecido Valentín. Aún no podía creerlo; se había ido realmente y ya no había nada que hacer. Una lágrima se deslizó por su mejilla y cerrando los ojos le recordó como la primera vez que le escuchó hablar, las tardes de meriendas y paseos, las charlas infinitas en el parque sobre flores y aromas. Pudo sonreír en su corazón y abriendo los ojos, dio media vuelta y dejó el muelle atrás a paso lento.
Flor había insistido en acompañarla a casa y volver a quedarse con ella, pero Marikita quería estar sola, necesitaba de su soledad para poner en orden sus sentimientos. Había vivido demasiadas cosas en muy poco tiempo y se sentía el corazón atribulado y desordenado, pero sobre todo, dañado.
Al llegar a casa cerró los ojos y pudo sentir la presencia de Valentín aún allí; pudo respirar el último rastro de su perfume aún en el aire y le echó de menos. Se dio una ducha y con el pijama puesto, se preparó un té. Se lo sirvió y fue hasta los ventanales, era el lugar donde más necesitaba estar en ese momento. Al calor de la taza hirviendo y a la luz de una luna llena bella y radiante, dejó que sus pensamientos la llevaran hasta su verdad.
Quizá Flor tuviera razón cuando le decía que realmente lo que sentía no era más que afinidad y empatía, pero si fuera así no sentiría el dolor que le había dejado su partida. Realmente le quería, sentía mucho más de lo que sentía él, pero no podía decir que estaba enamorada pues no conocía ese sentimiento. Le gustaba de Valentín su sencillez, su fuerza, sus ideas firmes y claras y sobre todo, su amor a las flores. Valentín no tenía miedo a nada ni nadie, no le gustaba destacar entre los demás y su mayor virtud era que hacía lo que quería siempre que le apetecía. Ni él mismo conocía sus propias cualidades hasta que la misma Marikita se las hizo ver, y esto le hizo afianzar aún más sus ideas e ideales, sus verdades y principios. Y por eso le gustaba, porque se dejaba enseñar sin orgullo ni prepotencia, porque realmente amaba aprender. Valentín era una persona maravillosa y Marikita jamás podría arrepentirse de sentir tanto amor por él, no le guardaba rencor ni estaba enfadada con él por no corresponderle. Ella estaba segura que jamás le pesaría haberle querido de aquella manera, pues había experimentado un amor puro e inocente que nunca volvería a sentir. Se sentía afortunada por haber sido capaz de querer a alguien libremente, sin obligaciones, sin culpas; con generosidad, con transparencia, con gratitud. Su amor por él siempre la acompañaría, sabía que cuando todos esos sentimientos maduraran y crecieran con ella, la harían fuerte. Si algo había aprendido en la vida Marikita era que solo el amor es capaz de hacer posibles los imposibles. En ese instante, Marikita aprendió una nueva lección: el amor siempre es bello; cuando sufrimos por amor lo único que estamos haciendo es valorarlo aún más, madurando nuestros sentimientos y aprendiendo del dolor. Por muy dañado que esté tu corazón, siempre algo o alguien volverá a hacer saltar la chispa del amor dentro de ti.
Por muy grande que sea tu herida, al final acabará cicatrizando, hagas lo que hagas cerrará, siempre. Y así lo haría Marikita. Le dolía haberse separado de Valentín, pero sabía que algún día su sufrimiento se vería recompensado, que sus sentimientos algún día serían correspondidos por alguien. Y supo sin lugar a dudas que al haber aprendido esto, se encontraba un poco más cerca de conocer su función. La sonrisa que mostró a la luna fue la más feliz en mucho tiempo.

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